Una larga fila de penitentes, ocultos sus rostros bajo capuchones negros, avanzaban por las calles desiertas. En sus manos, hachas de viento o antorchas, que cubrían de humo cierto ataúd tosco, de muerto humilde. Una música lúgubre sorprendía a los parroquianos, que ya andaban entre las sábanas. Nadie reparó entonces en que era la última noche de Carnaval. La procesión, recorridas algunas calles del corazón de la ciudad, se detuvo. Depositaron el féretro en el suelo y, ante el asombro de los menos avisados, lo prendieron. Luego se supo que en su interior había “una miserable sardina”. Pero aquella noche de 1851 nadie podía imaginar que la sencilla mascarada alcanzaría proporciones formidables. El Entierro de la Sardina así tomó forma, aunque algunos autores recuerdan que el Concejo de Murcia, con motivo de la coronación de Carlos IV, en 1789, ya organizó un curioso desfile cuya descripción nos recuerda el actual cortejo, pues incluyó “disfraces de turcos, chinos, albaneses, usares, marineros, napolitanos”, junto a “carros triunfales” que representaban a los Reyes y “esclavos argelinos con sus comparsas”.
El encargo recayó en los Gremios, que corrieron con los gastos. En aquél primigenio Entierro también desfilaron carrozas alusivas a dioses mitológicos, como Minerva o Júpiter. Recuperado por un grupo de estudiantes, el primer desfile fue ideado durante una tertulia en la Botica de Rubio y surcó los barrios de San Antolín y San Agustín en 1851. Ya se incluía un féretro con una sardina. Los siguientes años, ante la buena acogida de la población, la puesta en escena fue creciendo. Fueron necesarios hachones para alumbrar las calles murcianas, que aún no conocían el alumbrado público. E incluso se leía un bando en el Casino, que luego devino en Testamento de la Sardina. El remoto desfile nada tenía de improvisado.
En 1859, apenas cuatro años después de su creación, según publicó el Diario La Paz, en el Entierro desfiló “un magnífico bergantín con muchos marinos pescando sardina”. Sus dimensiones debían ser considerables si tenemos en cuenta que “iba tirado por dos pares de bueyes que no se veían”. No en vano, en algunas calles “tuvieron que arriar las velas para poder seguir”. Gigantes representando los continentes, enanos y escuadrones de caballería, carrozas con alegorías de la aurora, la sanidad, el catafalco de la Sardina, con el dios Neptuno y una interminable fila de hachoneros conformaban este desfile que ya entonces atraía a numerosos turistas.
Durante el recorrido, la generosidad innata del murciano se materializaba en diversos presentes, como dulces y pequeños regalos, que los sardineros ofrecían a los espectadores. Un anuncio de La Paz, fechado en el año 1900, evidencia la importancia de obsequiar a la multitud durante el Entierro. En este caso, un comercio ofrecía “caprichos para regalar, rellenos de dulces finos”. El mismo año, una fábrica de cajas de cartón también aceptaba “encargos para el Carnaval y el Entierro”.
Hoy, como entonces, se mantienen esas cajas; pero en esta ocasión cuajadas de juguetes y de la misma ilusión que ponen los sardineros en cuanto organizan. La Paz publicaría que la celebridad que cada año obtenía esta mascarada, “hace que nuestra capital se vea en estos días casi o más concurrida que en los días de Feria, tanto que al tercer día vimos a las tres de la tarde forasteros que no encontraban donde alojarse. Y después, llegaron las diligencias llenas”.
Riadas, crisis y política
La crisis que atravesaría el país en la primera década de existencia del Entierro, unida a los alzamientos políticos, impidió que el desfile se celebrara. Hasta que en 1876 resurgió con mayor esplendor que nunca. Sus impulsores fueron Adolfo Ayuso, presidente de la Junta Sardinera, y el periodista Martínez Tornel. La campaña en prensa fue tan amplia que, con acierto, un redactor concluiría: “¡A todo el mundo se le da vela en este entierro!”.
De hecho, fue tan desproporcionado el éxito que los diarios lamentaron al día siguiente que de Cartagena “sólo han venido 6.000 personas”. Incluso un diario local publicó varios anuncios donde se ofrecía en alquiler “balcones corridos” para presenciar el colorido cortejo y hasta habitaciones para los forasteros. La riada de Santa Teresa, en 1879, sepultaría el festejo durante dos largas décadas. En otros lugares, en cambio, continuó la tradición.
Así sucedió en Alhama de Murcia donde, en 1881, se organizó un gran desfile del que se hicieron eco los periódicos de la capital. El primer año del siglo XX, y en apenas mes y medio, volvió a organizarse la mascarada, con nueve carrozas que contemplaron alrededor de 150.000 personas. La sociedad murciana se volcó en los preparativos, incluso editando sellos de correos e impulsando suscripciones populares para afrontar los gastos.
Poco a poco, el Entierro de la Sardina adquirió fama internacional, que iría alternando con diversos años de suspensiones, unas veces por las Guerras –como sucedió con la I Guerra Mundial o la Guerra Civil Española-, otras por la falta de recursos económicos. Incluso por el fallecimiento de algún monarca, como Alfonso XIII en 1941. A comienzos del siglo XX, la fiesta volvió a pender de un hilo tan diminuto como la financiación aunque, al final, reunidos en el Ayuntamiento de Murcia los prohombres de la ciudad, pudo organizarse pese a los vaivenes del Gobierno.
Con un ambiente político tan enrarecido, a pocos extrañó que la carroza denominada Viva España se incendiara de forma accidental a la mitad de la carrera sardinera. Acaso un guiño más que evidencia la sorna y gracejo de los sardineros.
Me ha resultado muy interesante. Gracias por divulgar de una manera cercana la historia de las tradicciones y costumbres murcianas.