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«Si tengo que morir, moriré; pero será luchando»

La quimioterapia sabe a aluminio. A veces, mientras los metales arañan enloquecidos las venas, cierta sensación de óxido inunda el paladar. La boca se vuelve pastosa. El olfato, herrumbroso. Todo cae en tinieblas. A partir de la primera sesión, la vida es lo único que conserva el sabor en este mundo. Pero hay que luchar por ella. A muerte.

Mari Carmen Medina logró vencer al cáncer una vez. Hace dos años. En la batalla perdió un pecho. Una baja insignificante. Al menos, comparada con el testimonio de amor de su esposo. La pasión se renueva ante la adversidad. O con la ternura de su hijo de once años. Ahora, cuando más confiada estaba, el fantasma resurge en su columna vertebral. Y le recuerda de nuevo que la vida, a sus 44 años, no le pertenece. No hay dudas: quien gane esta contienda no dejará supervivientes.

A Mari Carmen Medina le encanta vestir bien. A la última. Con la elegancia cultivada y la educación inalterable de los empleados de El Corte Inglés, donde trabaja. Impecable el maquillaje, manso el cabello, sometida la línea, esta mujer de conversación desbocada y espíritu rebelde, odia los medicamentos. Y no ha tenido más sufrimiento en su existencia que una fugaz operación de anginas, otra de apéndice y una tercera de reducción de pecho. «Cosas sin importancia», advierte. Al menos, hasta que apareció el cáncer. Sucedió por sorpresa, cuando preparaba con ilusión la comunión de su hijo Pedro.

«No quise enterarme hasta después de la ceremonia». El análisis dio positivo. Al principio, como les sucede a todos los enfermos, no podía creer, no quería creer, que su universo se desgranase ante las cuatro frases, casi indescifrables, de un frío parte médico. «Me dijeron que era de los malos, que había que amputar un pecho. Era como si me hablaran de otra persona».
Toda una vida de proyectos se tambaleaba, confusa y perdida, en una sucesión de instantáneas que ya nunca olvidará: La angustia de Pedro, su marido; las preguntas y dudas del hijo pequeño; la abuela, tan vigorosa y sana a sus 67 años; María Teresa, la amiga incondicional, viuda desde los 29 años pues otro cáncer traicionero le arrancó de cuajo a su esposo… Telón. María Carmen Medina, la amable y avispada dependienta de la sección de iluminación, había muerto. Y estaba dispuesta a resucitar.

Contra la gilipollez

La Unidad de Oncología de La Arrixaca es una auténtica reserva espiritual, un espacio que todos los ciudadanos deberían visitar una vez al mes. Incluso los más sanos. Porque mientras la quimioterapia remedia la enfermedad física de muchos, aquellas instalaciones también aligeran el orgullo, aplacan la afectividad y enfrían el egoísmo.
A los médicos les llaman ángeles. Algunos, cuando ven aparecer al jefe del departamento, Agustín Navarrete, suspiran. No es amor. Lo hacen por confianza. Estos enfermos son gentes que plantan cara a la muerte, que atesoran historias sobrehumanas, que ayudan a distinguir en su justa medida las gilipolleces que avocan a las personas, infectadas de normalidad, a perder, a cada minuto, a jirones, la vida. «Aquí uno se enfrenta –sentencia Mari Carmen– con el miedo más grande del alma humana: morir».

A la primera sesión de quimio, en esa fase de negación del mal, nadie sabe a dónde va. Mari Carmen sólo se notó angustiosa a partir de la segunda. Vomitó tras la tercera y, superadas la quinta y la sexta, «sentía náuseas con sólo cruzar el dintel de la puerta. Me daban ganas de darme la vuelta». Pero entró. Había una vida en juego. Había que mirar de frente a su peor enemigo. Y para encararlo no estaba sola. Primero, los doctores, la familia, su amiga María Teresa. Después, en el abismo solitario de la química, en el llanto sordo, a escondidas, en medio del sufrimiento, «sentía el apoyo de Dios, su paz a mi lado».

Ella creyó que no se quedaría calva. Erró. Como se equivocan quienes piensan que el cáncer siempre le toca al vecino. A los veinte días justos, aquella melena tan mimada, suave y lisa, digna de una congreso de peluqueros, se deshojó. Mechones enteros. Y, cuando el otoño se extendió a las cejas y a las pestañas, decidió raparse la cabeza. «Este trance fue durísimo para mí, que tanto me cuidaba, que no había querido saber nada de mi enfermedad», añade Mari Carmen.

Cuando el enemigo resurge

Después de treinta sesiones de quimio y radioterapia, sin dudar un instante en que lograría curarse, sin doblegar la sonrisa, superó la enfermedad. Tan grande victoria incluía un regalo impagable: la prueba de que los suyos, «mi marido, mi gran apoyo; mi niño, mi razón de vivir», la querían con locura. Ni siquiera las dificultades para colocarse el bañador le impidieron disfrutar de la playa. El tratamiento, que abrasó sus entrañas, no resquebrajó su optimismo, la sonrisa que desvela dientes de actriz. Pronto planeó una reconstrucción de su pecho extirpado.
Algunos enfermos que sanan suelen olvidar el calvario que intentan, a cualquier precio, dejar atrás para siempre. Un lógico mecanismo de defensa. Como atrás queda lo que fueron hasta que el dolor transformó su historia. Mari Carmen sintió que todo había acabado en cuanto volvió a crecerle el pelo. Sin embargo, fue necesario superar «aquellas miradas de lástima de tanta gente, sobre todo de quienes no están a tu lado. Me da rabia. ¿No saben que sigo siendo la misma».

Pasó un año, acaso el más intenso de su historia. Incluso olvidó que, por devolverle a su familia tantas atenciones, sólo se permitió el mínimo llanto, «quizá menos de lo que debía, de lo que hubiera querido». El destino, en cambio, le reservaba otra terrible ocasión. Hace ahora once meses, descubrió que padecía metástasis ósea, dos nuevos focos cancerígenos en la columna vertebral. En esta ocasión, abatida ante una noticia inesperada, espetó a su médico la pregunta que en tantas ocasiones no se había atrevido a arrancar de su corazón. «Le dije que debía saber cuánto tiempo me quedaba y qué podíamos hacer».

La filosofía del detalle
La respuesta fue tajante. La cirugía no puede hacer nada. Pero es posible frenar el crecimiento del mal, convertirlo en crónico, «abrir una puerta a la esperanza, aunque sé que la batalla será continua». Como el sabor a aluminio. Mari Carmen camina cada día sola por el Malecón, muy de mañana, cuando aún las brumas del invierno acarician los limoneros y una algarabía de turismos endemoniados colapsa las entradas a la ciudad. Siente paz durante este paseo que muchos utilizan para practicar deporte, para correr, para adelantar a otros, para lucir una figura impecable. Ella, en cambio, ya no tiene prisa. El tiempo no puede matarla.

Cada segundo encierra una catarata de sensaciones. La sensibilidad se dispara de nuevo al atravesar el dintel de Oncología, en el temido reencuentro con la sala donde se administra las dosis. Está ubicada al fondo de un pasillo cuajado de enfermos, donde comienza el silencio. Como un remoto fumadero de opio donde la mente vuela. «Una disfruta ahora más de todo, de los detalles que antes pasaban inadvertidos –asegura–. No tengo tiempo de pensar en la enfermedad». Cada día, cuando deja arreglada la olla de la comida, le gusta caminar por el centro de la ciudad, escuchar cintas de relajación, leer al caer la tarde, «y engancharme a los Simpson junto a mi pequeñajo». Ni siquiera le afecta encontrar, a menudo por sorpresa, una de sus antiguas pelucas. De la otra ya se deshizo sin contemplaciones.
Por encima de la tormenta

Cuando Mari Carmen habla de su hijo los ojos se le encienden como una hoguera que ni cien mil sesiones de quimioterapia podrían aplacar. El pequeño, con apenas nueve años, descubrió que, aparte del colegio, las hamburguesas y la vídeoconsola, existe en la tierra algo horrible, llamado enfermedad, similar a esos catarros que le impiden ir algunos días al colegio Monteagudo; pero a lo bestia. Ahora parece más tranquilo pues intuye que mamá volverá a vencer al mal.

«La segunda vez que me diagnosticaron el cáncer –recuerda Mari Carmen–, me miró fijamente, como un adulto». La pregunta que le hizo se ha repetido mil veces desde entonces: «¿Por qué te ha tenido que pasar a ti, mamá?». Y esta mujer que narra su historia entre sonrisas no se permite tocar fondo. Alza la cabeza, se ajusta sus gafas de Calvin Klein, y vuelve a levantarse. Regresa al Malecón, toma café con sus amigas, se pierde entre carcajadas, viaja a Madrid para asistir a una función de teatro, exprime hasta el aliento el cariño de su marido, hasta la médula los abrazos con el diminuto Pedro… Vive. Hay demasiadas, incontables razones para capitular.

El cáncer es una tormenta oscura que, aunque lanza rayos sobre la tierra del alma, esconde más allá un cielo azul, cuajado de caridad y amor, esperanza. Mari Carmen se dispone a atravesar de nuevo los nubarrones. Y siente que merece la pena colocarse la armadura de la voluntad, la espada de la sonrisa, el escudo del Dios al que suplica fuerza, para demostrar al mundo que su dolencia se llama cáncer y no es, no debería ser justo, que fuera sinónimo de muerte.

 

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