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Refugio en el silencio de la noche

Contaba Séneca, con cierto aire de penitente del Refugio, que es difícil encontrar palabras que retraten al vivo las grandes desdichas. En el gran templo sin techo de la Murcia nazarena se representó anoche, a golpe de la campana que donará la Cofradía malagueña de Jesús el Rico, una grande tragedia, sin otro lamento que el de las corales que en cada esquina enternecían el cortejo, sin más lágrimas de quienes se emocionaban, oscura la calle como la madrugada, en la suave cadencia del Crucificado. No es una cuestión de fe, sólo de humanidad.

Túnicas negras con antifaz morado desde San Lorenzo Mártir. Procesión de penitentes que hacen voto de silencio desde sus hogares y que, sin pronunciar palabra alguna cumplen su estación de penitencia. Es la procesión del Silencio que recorre el corazón mismo de la ciudad, a modo de recogido prólogo de la mañana morá más bella. El Cristo, de autor anónimo, abre su boca como si recordara una de sus Siete Palabras: “Tengo sed”. Y Murcia le entrega el agua del respeto y la devoción, que se antoja contenida, cuando el trono enfila la calle Trapería.

No hay ni un instante a lo largo del recorrido del Refugio donde el Silencio se cumpla. Porque son tantos los cánticos que lo acompañan que, apenas se han apagado unas voces en un esquina, cuando retumban otras un poco más allá, aceptando el testigo polifónico que abraza a esta talla del siglo XVII. Entre las filas, unos monaguillos portan los símbolos de la Pasión, que brillan como las túnicas donde se refleja la luz de la luna que inunda la plaza de Belluga.

Es el momento de mayor emoción. Cuando el Refugio ya retorna a su sede desde la plaza Cetina, al acercarse al templo, mientras sus penitentes se arrodillan para honrar por última vez al Maestro, hasta el año que viene. El paso recorre los últimos metros de la carrera con una solemnidad que espesa el ambiente de noche de primavera. Escoltado por la Guardia Civil, como si lo llevaran de nuevo ante el tribunal. Pero será en vano, porque ya anda casi muerto, como la Semana Santa que supera su ecuador para adentrarse en los últimos tres días de la Pasión murciana. Nadie se atreve a decir una palabra. Nada hay que añadir ya a la triste historia. O quizá sí.

Aún un último cortejo traspasa la madrugada nazarena desde su sede, al otro lado del río, en el remoto Partido de San Benito, en el templo de Nuestra Señora del Carmen. Es la segunda estación colorá, de la Archicofradía de la Sangre, la denominada procesión de la Soledad, de túnicas negras para penitentes y estantes, en señal de luto riguroso.

Recorre la Soledad, con su primer paso del Santísimo Cristo de la Humillación el epílogo de un Jueves Santo que, a la hora de su recogida –en torno a las dos de la mañana- supone el pistoletazo de salida para la procesión del viernes. Sobre esa hora comenzarán a despertarse los nazarenos de Jesús para preparar el cortejo de los Salzillos mientras el aroma a incienso aún permanezca en la ciudad, que se mantiene de vigilia.

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