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¿Quién robó las joyas de la Fuensanta?

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Los pasos protocolarios del sacristán, como cada mañana desde hacía tantos años, resonaron en el inmenso silencio frío de la Catedral. Eran las siete menos cuarto de la mañana. Comenzaba la ronda de rigor por el templo. Al alcanzar la puerta de la sacristía, cuando descubrió que había sido forzada, sintió que el corazón se le salía por la boca. Acaso eso le impidió gritar. Al menos, hasta que alcanzó las vitrinas del museo. Estaban vacías. Acababa de producirse el robo del siglo.

El robo de las coronas de la Fuensanta y del Niño se produjo en enero de 1977, junto cuando se celebraba el 50º aniversario de su coronación canónica. Junto a estas piezas, los ladrones arramblaron con otras 22 obras de arte, incluidas un anillo y una cruz pectoral del Cardenal Belluga, cuyo valor total se calculó en unos 300 millones de pesetas de la época. Aún hoy, su paradero es un misterio.

Sólo la corona de la patrona lucía 5.872 piedras preciosas, entre brillantes, diamantes, zafiros, esmeraldas, rubíes y topacios. Junto con la del Niño, con 1.749 piedras, fueron costeadas por suscripción popular. La relación de donativos ocupó en su día 200 páginas en cuarta, en apretada tipografía del cuerpo ocho.

El descubrimiento del robo conmocionó todo el país. Se establecieron controles en los puertos, aeropuertos y puestos fronterizos para evitar que las piezas salieran de España. Entretanto, la Policía reconstruía el iter criminis de los hechos. Les bastó con seguir el rastro de candados y rejas cortadas a soplete.

Una escalera desconocida

Los ladrones accedieron al interior del templo entre las doce y las tres de la madrugada, a través de la puerta del Pozo, desde donde subieron a la Torre y recorrieron las bóvedas de la Catedral, hasta alcanzar la capilla de los Vélez. A ella descendieron por una espléndida escalera de caracol, entonces casi desconocida para la mayoría de los murcianos. Luego asaltaron el museo, seleccionaron qué piezas robaban, en su mayoría cuajadas de piedras preciosas, y desandaron el camino.

Las joyas no disponían de otra medida de seguridad que unos barrotes, aunque el Cabildo de la Catedral había manifestado en diversas ocasiones su preocupación por ello, y no estaban aseguradas. El joyero Julio Torres, uno de los encargados de valorar lo robado, declararía: «Han robado el corazón de Murcia; lo de menos son los millones». El obispo Roca Cabanellas, de viaje en Madrid, adelanta su regreso.

Unos días más tarde, los inspectores de la Brigada de Investigación Criminal detuvieron en Elda a Juan Gil, responsable de un robo de alhajas en Salamanca, sin bien quedó en libertad sin cargos. Otras líneas de investigación, sin éxito, se centraron en los trabajadores que intervenían en la restauración de la capilla de Los Vélez y en algunas pistas que apuntaban al norte de España como lugar de destino de las joyas robadas.

Si algo resultó evidente al concluir la investigación fue que los autores del robo eran especialistas, que sabían cómo y cuándo actuar y que sólo se apropiaron de piezas repletas de piedras preciosas, quizá para desmontarlas. El resto del episodio, cuando ya han pasado treinta años, continúa siendo una incógnita absoluta a la espera de soluciones.

Aún sucedería otra detención en la época, ya casi anecdótica, mientras caía una importante red de ladrones de alhajas, que tampoco pudo vincularse al robo en Murcia. Así fue pasando el tiempo y la actualidad de la noticia se desvaneció, como acaso sucediera con las joyas de la Fuensanta que quizá hoy adornen otras gargantillas y anillos cuyos dueños luzcan sin saber el inmenso tesoro que en ellas hay engarzado.

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