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Por San Lorenzo va Cristo muerto

Murcia en Jueves Santo es la noche del silencio, de la oscuridad infinita que se extiende en San Lorenzo. Es la madrugada del luto, del dolor y el desconsuelo, de un hombre que para ser Dios se hizo Cristo primero. Avanza un riachuelo negro. Las puertas de la parroquia se abren, se detiene el universo pero antes, allá dentro, sin mediar ni una palabra se ha organizado el cortejo. Silencio, silencio, silencio. ¿Para qué emplear palabras, si sobra solo con verlo? ¿Quién podría a la Pasión añadir siquiera un verso? Todo parece cumplido cuando, de pronto, allá dentro, suena la campana antigua y el trono alza su vuelo.

Calles y nubes oscuras, no hay pájaros que arañen el cielo, ni música ni más lamento que el andar firme y sereno del Crucificado que arranca suspiros en San Lorenzo. “Papá, ¿está muerto?”, pregunta un niño. “¡Pero por poco tiempo!”. La procesión va pasando sobre un lecho de sombrío asfalto, sin caramelos. Túnicas de antifaz morado y, entre las filas, monaguillos que parecen asustados. Como para no asustarse, sino cabe más sufrimiento.

Pasa el Cristo del Refugio. Ni las estrellas se atreven a iluminar su rostro. Cubierto de nubes el cielo. El pecho de pena cubierto. Su mirada, derrotada, buscando en las filas consuelo. Pero nadie grita su nombre, nadie acude a socorrerlo, avanza el desfile en silencio.

El Refugio, caída la mirada, entreabre la boca. Como en el instante preciso en que pidiera agua porque se abrasa. Y la va suplicando por Santo Domingo y Trapería, hasta la plaza de Belluga, que rodea sin encontrar siquiera en la Catedral quien le acerque una esponja. Ni lo encontrará en Apóstoles, tampoco en Cetina cuando enfile los últimos metros hacia el templo. La multitud, inquieta, guarda silencio. Esperan el instante final, que parece retrasarse, que nunca llega. Es el momento en que vuelven a crujir las cancelas. Ante San Lorenzo.

Pasa y se arrastra el cortejo. En la noche de vigilia, cuando tantos nazarenos apenas duermen porque preparan otros grandes cortejos. El Viernes Santo se abalanza sobre el trono riguroso y serio.

Miles de murcianos se congregan a lo largo del itinerario del Crucificado por el corazón de la ciudad, una urbe que apaga sus luces al paso del trono y que enmudece ante el realismo de este Cristo anónimo, del siglo XVII. La lluvia parece respetar el cortejo, aunque la previsión anunciaba chubascos dispersos. La madrugada se acerca. La procesión del Silencio, que poco se cumple a lo largo de su recorrido por las innumerables voces que se alzan para honrar a Cristo, que pasa.

Las voces de las corales vienen empedrando el suelo de un triste lamento cofrade, un rumor un tanto incierto que luego se aclara y se expande: ¡No buscad entre los vivos a quien hace rato que ha muerto! Auroros que con sus salves presagian el Santo Entierro. Trece corales, trece, como apóstoles en el Cielo. Trece corales, trece, que en la madrugada oscura anuncian el desconsuelo. Por San Lorenzo va Cristo sufriendo. Y en el retorno, cuando sus cofrades se arrodillen para devolverlo al templo, alcanzará su momento más bello esta procesión que culmina los días más recogidos de la Pasión, antes de que explote la gran marea morá desde San Agustín. Todo está cumplido, todo está hecho.

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