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Oro blanco sobre el campo de Sangonera

Los remotos campos de Sangonera, aparte del célebre aceite de oliva y los cereales, siempre aportaron a la ciudad otras riquezas hoy desconocidas. La primera de ellas es el barro, cuya calidad para el modelado encandiló a escultores de todas las épocas. Y la segunda, la sal, un bien tan preciado antaño como disputado durante generaciones.
Las salinas de Sangonera fueron una de las indiscutibles riquezas del Reino de Murcia, aún más rentables que el resto de explotaciones, incluidas las afamadas de San Pedro del Pinatar. El Rey Alfonso X el Sabio, culminada la reconquista, hizo saber que «retenemos para nos todas las salinas que son del reino de Murcia», cuyos beneficios serían destinados a la ciudad para la construcción de numerosas obras, el arreglo de otras -como fue el caso de la imponente muralla o los azarbes- o para la celebración de fiestas.
Esta regulación, además de impulsar el control directo sobre la explotación, permitía la regulación de precios. Aunque no sería el único problema que suscitaría la sal. La riqueza de las salinas, ubicadas en la Rambla del Pino, entre los términos de Sangonera la Seca y La Verde, pronto atraería el interés de los vecinos de Alcantarilla, que las reclamaban como suyas. De hecho, el Concejo de Murcia elevó sus quejas en 1320 al rey Alfonso XI sobre este particular. Alcantarilla, a regañadientes, no logró extender su término hasta la preciada sal.
En 1381, Alfonso Yáñez compró al marqués de Villena la Villa de Librilla e intentó demostrar, aunque sin éxito, que la Rambla del Pino también era de su propiedad. Por el erudito Juan Torres Fontes conocemos la retahíla de incursiones que sufrirían las salinas a lo largo de la historia. En 1444, otra nueva denuncia alerta de que «extranjeros de fuera aparte de la ciudad se llevan la sal de Sangonera y los vecinos no pueden abastecerse».
Uno de los primeros arrendamientos de la factoría se produjo en 1458 con el objetivo de recaudar fondos para rehabilitar la gran muralla de la ciudad, con sus noventa y cinco torres, y el puente. Con el paso de los años, las salinas de San Pedro, propiedad de la Orden Franciscana, fueron imponiéndose sobre las de Sangonera, aunque nunca llegarían a provocar su cierre hasta bien entrado el siglo XX.
La calidad de la sal de Sangonera estaba fuera de toda duda. Y aún hoy lo está, aunque se haya dejado perder tanta riqueza medioambiental e histórica.
En 1970 se declaró el agua de las salinas minero-medicinal. Con una saturación de sal que supera los 352 gramos por litro, la rambla que nutría la antigua factoría puede considerarse uno de los lugares más salinos del Sureste de la Península.
A finales del siglo XIX, la fama de este producto estaba tan extendida que incluso se ofrecían falsificaciones, como las que denunció en 1891 «la nueva propietaria» de las salinas, según el Diario de Murcia. Se establecía por ello un despacho permanente, «desde que se ha iniciado la recolección», para la atención directa con los clientes.
Una gran fábrica
El administrador de las Salinas de Sangonera, a mediados del siglo XIX, también estaba facultado para el arriendo de los pastos que existían en todos los cotos de las explotaciones salineras de la provincia, así como para la venta del esparto. El arriendo se realizaba en subasta pública y comprendía diversos parajes en Jumilla, Calasparra, Socobos, Periago, Molina y Sangonera.
La sal o salmuera obtenida se empleaba para la industria alimentaria, principalmente para el salazón de carnes y las queserías. Además, en el caso de Sangonera, también fue envasada como sal de mesa.
La Gran Fábrica de Sales de Agua de Sangonera, según la publicidad en prensa del último tercio del siglo XIX, estaba ubicada «a 13 kilómetros de la capital y 6 de la estación de Alcantarilla» y ofrecía un producto «que puede sostener la competencia en color, sabor y fortaleza con todas las de su clase».
La Gran Fábrica ofrecía un catálogo de precios «que guardan la debida equidad», estableciéndose 26 reales por cada 100 kilos de sal de la mejor calidad. El comprador corría con los gastos de embalaje y transporte, salvo que el pedido excediera los 10.000 kilos. Entonces, la fábrica entregaba el género en la estación de Alcantarilla sin más gastos que el transporte.
Hace ahora un siglo, los diarios volvían a hacerse eco de «una clase especial, refinada para el salero», que se vendía en paquetes de 400 gramos a un precio de 15 pesetas. El producto se despachaba en diversos establecimientos de las calles Lencería, Platería y Floridablanca, en el mercado de Verónicas, la plaza San Julián y en las instalaciones de la empresa. Por aquellos años, la «sal corriente» costaba 8 pesetas cada 100 kilos y 1,05 pesetas la arroba.
Javier Rubio Navas, en su obra Inventario Nacional de Recursos Minerales de Cloruro Sódico y Sales Potásica, explica que la producción de sal en Sangonera ascendía a unas 600 toneladas anuales en 1964. Antes, en 1950, se anunciaba en prensa el producto como ideal para la salazón de jamones. Pero poco a poco se fue apagando el brillo de aquella explotación que se disputaron reyes y señores, nutrió con sus rentas destacadas obras civiles y sazonó los guisos de los murcianos durante más de medio milenio.

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