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Murcia tiene dos premios Nobel

NOBELES
Si existe una ciudad en el planeta donde un escritor puede alcanzar el Premio Nobel de Literatura, ese lugar es Murcia. Y no es una exageración. Con sus escritos en una mano (y en la otra las estadísticas) es fácil comprobar que dos murcianos lograron tan excelso galardón literario. Uno fue Jacinto Benavente, nieto de un conserje murciano. El otro fue José Echegaray, quien además fue el primer español distinguido por la Academia sueca. Así las cosas, de los once premios Nobel de Literatura concedidos al castellano en toda su Historia, dos reconocían a la legua qué era un paparajote, llamaban obispo al morcón y respiraban a Murcia como la respiraría Jorge Guillén.
 
Los antecedentes murcianos de Jacinto Benavente son claros. Su padre, Mariano Benavente, nació en Murcia en 1818 y era hijo del conserje de la Sociedad Económica de Amigos del País. El portero, acaso inspirado por el ambiente intelectual al que cada día aportaba sus humildes cerrojos, envió al joven a estudiar Medicina a Madrid. Allí se convertiría en el creador de la especialización pediátrica en España. El menor de sus tres hijos (Avelino, Mariano y Jacinto) lograría el Nobel de Literatura en 1922, «por haber continuado dignamente las tradiciones del teatro español».
 
En la casa de los Benavente no era extraño encontrar a algún murciano. Las visitas eran tan frecuentes que el dramaturgo relataría en sus memorias cómo «no faltaban nunca los productos industriales como los naturales de Murcia: naranjas, limas, granadas, higos chumbos y dátiles». Además, Benavente recordaba las empanadas de ternera con longaniza, piñones y canela (quizá en alusión al pastel de carne), los dulces en almíbar rellenos de melazón, cabellos de ángel y bergamota; de embutidos, el blanco y el obispo, que era el estómago del cerdo relleno de embutido, sin olvidar «los panes de higo y la hueva de mújol». Incluso «figuras de barro, de tipos huertanos».
 
Unas pocas notas de dulzura
Esta intensa relación con la patria de su padre provocaría en el premio Nobel un conocimiento profundo de Murcia, de la que destacaría al genial Francisco Salzillo, a quien comparaba con el mismísimo Rafael. De la Semana Santa dejaría escrito el autor que «solo las procesiones de Sevilla han conseguido lo que ahora se dice reputación mundial. Sin rebajar nada de su bien ganado renombre, hay muchas otras que merecen ser conocidas. Las de Murcia, con sus imágenes de Salzillo, el Murillo de la escultura española, y con él una de las pocas notas de dulzura en el Arte español». Ahí queda eso.
 
Benavente, convertido desde finales del siglo XIX en líder indiscutible de la escena española, presenció el estreno de varias de sus obras en el Teatro Romea. La noticia de la concesión del Premio Nobel llegó a la redacción del diario ‘Tiempo’ el 10 de noviembre de 1922.
 
Apenas hubo tiempo para incluir un breve, datado en Estocolmo, que noticiaba el galardón y su dotación económica: «Medio millón de francos». Ni una línea que recordara su genealogía murciana engrosó crónica alguna durante los meses siguientes. El autor de ‘La malquerida’ y ‘Los intereses creados’, el que renovaría la comedia española, murió en 1954, con 88 años.
 
El otro murciano en alcanzar el Nobel fue José Echegaray, ingeniero, economista, matemático, diputado, senador, ministro y miembro de tres Academias. Aunque nació en Madrid en 1832, Echegaray se trasladó en 1835 a Murcia, donde su padre obtuvo la Cátedra de Agricultura del Instituto Alfonso X el Sabio. La familia se estableció en la calle Puxmarina, cerca del futuro Teatro Romea. El niño pronto demostró unas dotes sobresalientes para el aprendizaje. Durante su formación destacó en el conocimiento de las matemáticas, hasta el extremo de utilizar trozos de yeso para tapizar con complejas fórmulas las puertas de las habitaciones de su hogar. El futuro Nobel permaneció en la ciudad hasta los 14 años.
 
«Fui niño en Murcia»
Muchos años más tarde, ya superadas las puertas de la gloria literaria, Echegaray recordaría que «yo fui niño en Murcia y no lo he vuelto a ser en ninguna parte». No era un cumplido. En 1905, cuando ya había logrado el Nobel, el autor escribiría: «¡Cuántas cometas, estrellas y barriletes he remontado yo en Murcia cuando chico, desde la alegre azotea o desde la hermosa huerta próxima al Malecón, o desde la fábrica de Salitre! Yo remontaba cometas por jugar, porque me regocijaba ver sobre el hermoso azul del cielo murciano unos cuantos pliegos de papel con armazón de cañas (…), flotando en los aires y sujetos a mi voluntad por un hilo. En la vida, muchas cosas están sujetas por un hilo a la voluntad; pero el hilo casi siempre se rompe, o la traidora cuchilla de la cola de otra cometa viene a cortarlo». 
 
Echegaray, sin lugar a dudas, era murciano. Y muy pocos en su época lo dudaron. Sobre todo, porque el autor insistía en recordarlo a cada escrito. Así, en otra de sus aportaciones literarias insistía en que «puedo llamarme murciano, con gran derecho, si es que nuestra tierra es la tierra en donde desarrollamos nuestro cuerpo y formamos nuestro espíritu. No he nacido en Murcia, pero en ella me he criado, y los primeros recuerdos que tengo de mi niñez los tengo de Murcia (…). Aquí, para mis adentros, ¡me siento murciano! ¡Muy murciano!».
 
Su visita a Murcia para la reapertura del Romea, en 1901, está precedida de un fervor popular enaltecido por la prensa, cuyos redactores describirán al autor como «el gran, el único, el inmortal». El 17 de noviembre de 1904, la Academia Sueca le concede el Nobel, según el acta, «en consideración a su obra extensa y genial, que ha reavivado de una manera intensa y original las grandes tradiciones del teatro español». Falleció el 14 de septiembre de 1916, acaso recordando aquella Murcia de su infancia.

Comentarios (1)

Los murcianos no sabemos vender nuestras cosas. Si estos señores hbuieran nacido en otra ciudad hasta tendrían un monumento. en fin, así nos va!

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