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La última figurita de yeso rota

A doña Leonor, en toda su larga vida, sólo se la escuchó alzar la voz en el incómodo trance de sus doce partos. En uno de ellos nació Marta. El resto de sus años, doña Leonor malvivió esquivando las golpizas de su esposo. Sin rechistar. O modelando la arcilla con los puños apretados. Por ello, cuando Marta despertó a golpes de su primera luna de miel entendió que nunca olvidaría, ni siquiera tras la muerte, la inquietud que produce el impacto arenoso de las figuritas de yeso al reventarse contra el suelo.

Las promesas desmesuradas del noviazgo, las gargantillas envueltas en papel de joyerías de postín, los besos de amor perenne y las rosas cuajadas de juramentos se deshojaron en un instante, como la máscara de quienes la elevaron al paraíso de la felicidad para dejarla caer en el abismo de los malos tratos. Ocurrió tres veces. Y de los tres culpables, dos siguen en la calle. Son sus dos ex maridos.

El tercer desalmado, su propio padre, acaso comenzó a pagar tras la muerte. Pero, aunque todos le arrebataron las ganas de vivir durante 34 interminables años, esta colombiana ha logrado reconstruir su existencia en una casa de acogida de Murcia. Ha superado hasta el rencor. Y, cuando recuerda a quien le dio la vida, le desea que «descanse en paz». Casi tanto como ya descansan ella y sus cinco hijos.

«Las mujeres no deben reir»

A Marta le avivaron su pasión por la pintura, por improvisar expresiones sobre el lienzo, rostros alargados y miradas inmensas. Pero fue a base de golpes. El calvario comenzó cuando apenas era una niñita, en un improbable hogar de la remota Bucaramanga, en Colombia. Fue en aquella casa sumida siempre en un hondo silencio, a pesar de que sus paredes forradas de estanterías cobijaban a doce de los veinticuatro hijos que parió doña Leonor.

Allá nadie hablaba –lamenta Marta– Y menos aún las seis hermanas. Era un monasterio. A las mujeres nos prohibían hasta reirnos». Acaso por ello, Marta pronto escaló los anaqueles de libros para paladear historias de otras vidas que siempre se le antojaban fantásticas, bajo la atenta mirada de sus hermanos. Lo peor, el primer maltrato que sufriría, estaba por llegar. Ocurrió hace ahora 33 años. «Fue mi papá», adelanta esta mujer entre sollozos.

La primera vez que su padre atravesó la moral y la casa de madrugada para deslizarse al lecho de su propia hija, Marta comprendió que en el mundo existe algo horrible llamado sufrimiento. Luego, como advierte, «me busqué mis maneras para protegerme, para que no lograra sorprenderme dormida». El padre, como cualquier animal al uso, cumplía sus horarios. «Me di cuenta de que venía a las dos de la madrugada. Así que me acostaba a las seis de la tarde. Para despertarme antes de que llegara», revela la mujer.

Los años pasaron mientras Marta empezaba a modelar sus primeras figuritas de yeso y convertía en refugio aquellas historias de los libros, «creyéndome, unas veces, que era un ángel; otras, que me saldrían alitas para volar; más tarde que tenía poderes… siempre inventando, siempre ensimismada… para seguir viviendo».

La primera mentira, el primer puñetazo

Marta, cuando conoció a su primer marido, creyó que existían los príncipes azules de los cuentos de hadas. Ella, con apenas 17 años, sintió que el fin de su calvario pasaba por los brazos de su nuevo amor. «Era encantador. Me contó que vivía sólo, que le gustaba la independencia… Me prometía muchas cosas. Me hizo sentir como una reina». No tardó en destronarla. Fue la misma noche de bodas cuando la voz de su flamante suegra la recibió en la casa, junto a un colchón tendido en el comedor, con una orden: «Acá dormirán ustedes». Marta se acurrucó. Como si temiera que el padre entrara a la sala en cualquier momento.

A partir de entonces quedó colapsada. «El me había mentido… ya no lo creía… apenas podía dirigirle la palabra». Al joven, en cambio, no le temblaba el pulso para dirigirle los puños con cualquier excusa. Sobre todo, ante su silencio. «No le reproché nunca nada, nada», apunta Marta.

El matrimonio se desangraba entre golpes e insultos. De nada sirvió que tuvieran dos hijos. Tres años después de la boda, Marta escapó a las golpizas. Para sentir otro dolor más profundo. Su madre, como antes hiciera con ella la abuela cuando también conoció la tragedia de los malos tratos, intentó convencerla «de que me debía a él, de que era mi esposo, de que tenía que someterme como ella lo estuvo toda la vida a papá». Por vez primera, reconoció que aquellas palabras tenían la patena de una consigna antigua, ancestral, heredada de hembra a hembra desde tiempo inmemorial. «Me enseñaron que la familia era padre, madre e hijos. Pero nadie añadió nunca que en esa estructura podían surgir las palizas».

El segundo matrimonio, un nuevo error

Muchos años después, a miles de kilómetros de distancia, arropada en la seguridad de las sábanas de la casa de acogida, habría de recordar Marta los cuatro años que vivió como divorciada en Colombia. Ensimismada, creyó que la solución era no pensar, no concentrarse en nada, seguir modelando figuritas e historias imposibles. «Y así lo pasé hasta que encontré otro principito», bromea. Volvió a equivocarse.

Marta, en esta ocasión y por si acaso, quiso visitar la casa de su pretendiente. Y ambos se ruborizaban al presenciar como el padre mandaba callar a su esposa apenas había abierto la boca. «Cállese porque sólo dirá bobadas». En ese instante, Marta no imaginó que, tras su nueva boda civil, escucharía la misma expresión de labios de su flamante marido, un administrativo que apenas durmió en el domicilio conyugal unas cuantas noches.

«Se pasaba la vida en casa de su madre o con los amigotes –recuerda Marta–. Sólo venía a ver a los tres hijos que me hizo. A mi también; pero sólo como mujer». Y cuando se negaba a compartir el lecho que en tantas noches sembró de lágrimas, las patadas sustituían las caricias que ella nunca tuvo. «Si lo rechazaba me arrancaba la ropa a palos… a veces tenía tiempo para correr a la cocina y armarme con un cuchillo, aunque nunca pensé en matarlo».

Al menos, los niños eran tan pequeños que apenas entendían la tragedia, los gritos a deshora y la hiriente frase que en tantas ocasiones taladró el ánimo de Marta: «No pinte, no se las de de artista. ¡Su sitio es la cocina!».

Cuando la bestia abandonaba la casa, si es que antes no arrollaba los cuadros en su estampida, Marta se sumía en el silencio de la pintura, en lienzos donde se mezclaba el sudor frío con los tonos ocres, «apagados, mortecinos, sin luz, como mi existencia». Habían pasado diez años desde que abandonó su primer hogar y retumbaba en su mente, con más fuerza que nunca, la sentencia de doña Leonor: «Usted debe madurar, hijita».

La venturosa llegada a España

Cuenta Marta que los seres humanos se dividen entre pasivos y agresivos. Las víctimas de malos tratos ocupan el primer orden. «Y su única válvula de escape es la agresividad con sus hijos, con la familia, desatendiéndose a sí mismas, refugiándose en el alcoholismo o la drogadicción». Pero también, en algunos casos, creyendo que son culpables de la actitud del agresor.

En el caso de Marta, esta mujer de verbo fácil que durante décadas apenas pronunciaba ante sus maridos dos frases seguidas, su defensa fue el orgullo. «Me volví altanera, justiciera». Marta no dormía con su enemigo. Porque apenas pudo conciliar el sueño en esos años. Para comprender la escena basta imaginar debajo de las sábanas a un hombre que, sólo unos minutos antes, le repetía una y otra vez que su sitio estaba en la cocina. En el año 2000, la pareja se dio una nueva oportunidad. Viajaron a Murcia para vivir en la casa de un cuñado. Y que el marido pareciera un ser humano no la sorprendió. «Ante su familia, ante la gente era encantador. Un cielo. El infierno comenzaba cuando nos quedábamos sólos. Como cuando alquilamos una casa aparte».

Pasó un año y Marta decidió traer a una de sus hijas, fruto de su anterior matrimonio, a España. La advertencia del marido fue aplastante: «Si ella viene yo me marcho». Aunque luego rectificó.«Le era más fácil pegarme. El mismo día que llegó la niña me dio una paliza».

Marta sorprende cuando parece justificar al agresor, cuando asegura que «se sentía sólo y aislado al salir de su familia. Quería marcar así su territorio». Lo mismo sucede al describir a su padre y preguntarse qué clase de sufrimiento atenazaba el alma de aquel hombre para obrar así. Y es que Marta, después de su recuperación en la casa de acogida, asegura que «los malos tratos son, en parte, una enfermedad y, en parte, el reflejo de lo que se ha aprendido, del entorno donde se creció. Sin terapia es imposible que el maltratador cambie».

«Mamá, ¿Le dolió?»

Lo decían las vecinas que, como recuerda Marta, acudían a «visitarme y envidiar mi casa»: «Usted debe vivir como una reina aquí». Sobre todo cuando veían el caballete y las figuritas de yeso. «Desde luego, como una princesita». Sin embargo, no sabían que, «a la noche, llegaba mi marido para llamarme puta y perra. O usarme». Cierta mañana, después de la última golpiza que Marta espera recibir en su vida, uno de sus hijos, con la mirada asustada de sus ocho años, le susurró entre caricias: «Mamá, ¿le dolió?». Ya no pudo aguantar más.

Durante ocho días, los dos pequeños le guardaron el secreto de que se irían a una casa de acogida. «No nos llevaremos nada –les advirtió– Tampoco las figuritas ni las pinturas». Ni siquiera cuando el padre los sacaba al parque, mientras Marta sudaba sangre pensando en que podían contarle sus planes, abrieron la boca.

Al llegar a su nuevo hogar, esta mujer dio el primer suspiro de alivio de su historia. Luego, con las diferentes terapias y cursos fue recuperando la sonrisa y sus lienzos explotaban de colorido. Entonces pintó su autorretrato, el de una mujer que llora pero grita amenazante, como si estuviera en juego esa libertad que nunca gozó. Por último sintió que su ser «se expandía, que condensaba en mi alma las cuatro estaciones. Fue un acierto contar el calvario que sufrí».

De aquellos días de cambio, Marta salva el instante en que atravesaron el dintel del centro y una funcionaria la recibió con un abrazo. «Me apretó y sólo me dijo bienvenida. Entonces sentí que es triste tener dos maridos y no conocer el amor». Recordó en aquel segundo los treinta y cuatro largos años de afecto que nunca tuvo, las madrugadas en vela curándose heridas criminales, y sintió que aquellas historias que de niña la encandilaban podrían hacerse realidad, que la figurita de yeso en que la había convertido esta sociedad no volvería a quebrarse jamás.

 

Comentarios (27)

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