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La primavera en Murcia

antoniobotias.comLa primavera en Murcia es el canto árabe de la fuente de La Glorieta, que recuerda remotas acequias y patios de paredes encaladas, como el de Santa Clara, y los geranios que flanquean los surtidores de agua inquieta donde reverbera el rosado pálido, de ramilletes de clavellinas huertanas, que adorna la fachada del ayuntamiento. La primavera en Murcia es estación adelantada, lugar donde su reposo se despereza, entre limoneros de hojas que negrean, para luego, desvirgado el azahar en el remoto Barrio, de tiendas y colmados centenario, al pie del carmelitano Señor de la Sangre y amamantada en el Almudí, extenderse por España. La primavera en Murcia brota en los puestos de la plaza de Las Flores con aromas de plantas que siempre adornaron pasos de Semana Santa y carrozas de Conte: alhelíes y rosas, dalias y clavelones, jacintos y varitas de San José, en ese retablo improvisado que, entre sabores de marinera y caña sudorosa, evoca el bordado de jungla de un refajo. La primavera en Murcia es echarle el alboroque al invierno con la mismísima Purísima, que es Madre del Señor de San Antolín, allá en Santa Catalina, Ella en las alturas de su monumento y los mortales más abajo y más a gusto, en El Pulpito y La Torre, en el Fénix o el Parlamento, en mesas que son auténticos bodegones del pintor Gaya, que allí tiene su museo. La primavera en Murcia es la calorina que en Belluga, al golpe del mediodía, ciega al turista, que anda en pantalón corto y gorrita, al reflejarse en la portada de la Catedral mientras el sol enciende la torre, inmenso capirote nazareno que extiende su sombra, como abrazo enamorado, sobre la ciudad. Un Edén perdido La primavera en Murcia es la palabra de Larra, quien aún nos recuerda, porque ya nadie lo hace, aquellos versos magistrales que evocan el Arco de la Aurora: “Y tú de las Hespérides antiguas, vergel siempre florido, coronado de eterna primavera, feliz recuerdo del Edén perdido”. La primavera en Murcia son aromas a tomillo y romero que descienden desde el Santuario de la Más Guapa, cerveza dominguera en el Quitapesares, partida de dómino incluida, y algarabía de familias, como en romería anticipada, revuelo y gozo entre los peces del estanque, bajo la sombra fresca de los pinos del Valle. La primavera en Murcia es un chato en Los Zagales, a pie de barra castiza, un vermú en el Luis de la Rosario, con su cebolla y sus trozos de bacalao, aguantando la guasa de Pedro, o a la sombra del Casino que acuna al Orly, o los langostinos que saben a Miércoles Santo en La Viuda, o ensaladilla en la terraza alfonsina del Café Bar, por donde el que manda pasa y el que no se arrima, mientras los rayos de sol burlan las copas de los árboles, al fondo primavera en la fuente de la Redonda, para acariciarnos el rostro. La primavera en Murcia es horizonte y atardecida de palmeras sobre la vega, vinagrillo en los últimos bancales, carriles junto a brazales donde tejen sus caminos plateados los caracoles, los cañares altivos que arañan juguetones el río, la sonrisa de la sardina de Llamas junto al Puente Viejo y el paño que pintara Muñoz Barberán para evitar que el sol, como anhela, bese ardiente a la Peligros, que se llama igual que su camarera o al revés, lo que ella diga. La primavera en Murcia es sombra fresca en Platería, resol sin toldos en Trapería y peceras acristaladas del Casino, cuajadas de abuelos que, aún casi perdida la vista, porque siempre fueron unos señores, simulan que leen periódicos mientras repasan a las mozas más allá del cristal, que para eso aún les queda una gota de luz. La primavera en Murcia es la Fuensanta cuando cruza altiva el río, el cántico amargo y de arrugas profundas de los Auroros en San Agustín el Jueves Santo, los tercios de carros bocina y tambores sordos que conjuran el anochecer más allá del Malecón, donde la ciudad se transforma en casas, de jazmines y alhábega adornadas, con pasillos hasta los patios, donde aún rezuma alguna cántara prendida de la higuera. La primavera en Murcia es la primera silla, de patas cortas y quizá de anea, donde el abuelo agradece el sol de sus recuerdos en Vistabella, imponente como el cardenal frente al Martillo, silla que a la tarde distrae sus nostalgias y es entrañable atalaya para contemplar el revuelo de chiquillos endemoniados en las plazas. Deliciosa luz La primavera en Murcia es la descripción de Jorge Guillén, aquel que tanto amaba la huerta de Europa, cuando imaginó, ya prendado de su claridad, cómo la urbe era y sigue siendo “ciudad clara de colores calientes, de piedras tostadas, color de cacahuete tostado. Y notas deliciosas de luz”. La primavera en Murcia es trasiego de fieles a los ciento cincuenta mil actos nazarenos que se convocan, puntadas reparadoras en las túnicas y limpieza de estantes, almidón de enaguas crujientes, pues la ciudad saca su inevitable contraseña de primavera en cuanto acaba el pregón en el Romea y allí mismo, en el Café del Arco, comienza el cofrade murciano a escrutar el cielo por si este año, aunque eso dependa del Mayordomo Supremo, el que está en Jesús, lloverá o tendremos paz y después gloria bendita para el Bando. La primavera en Murcia es algarabía de juguetes sardineros, de pitos de dar por saco con gracia, cuyo sonido iguala a jueces y jornaleros bajo el traje de colores y que convoca a los dioses del Olimpo, porque el Olimpo igual fue antaño Murcia, a regresar para mezclarse con los hombres y reclamar el alma de la Sardina, cuando arde en Martínez Tornel y entonces descansa, la pobre, casi tanto como descansan las mujeres de los sardineros. La primavera en Murcia es encontrar a un amigo cuando en San Juan suenan las doce y detenerse unos minutos a escuchar la algazara de gorriones que renacen, y, buena cosa has dicho, acodarse en La Parranda, en Pepe el Torrao o la Pequeña Taberna para refrescar la amistad y regarla, pues así crece lozana como un bancal de habas, con una Estrella helada. La primavera en Murcia es barraca huertana bajo la noche estrellada, es la huerta condensada en suculento zarangollo, como moño plateado de huertana, es guiso de trigo y paparajote gustoso, y son sones de parrandas y malagueñas. La primavera en Murcia es luz blanca y cegadora que serpentea entre los puestos del mercado de los jueves, esplendor que persigue la penumbra de las callejas en Santa Eulalia y que ilumina los besos con que los jóvenes, sin más preocupación que besarse, que a sus padres les den, empedran de futuro portales y repisas. La primavera en Murcia es el verso que Vicente Medina, aquel que murió tan lejos y tan lejos está su sepultura, dedicaba a una moza huertana: “Paece que en el seno llevas toicos los azadares que tus naranjicos echan”. La primavera en Murcia es blanco azahar, aroma de seda en Belluga que se torna incienso claro cuando la Dolorosa, que no hace falta decir de dónde, busca los primeros rayos del sol del viernes, que no hace falta decir cuál viernes. La primavera en Murcia es ánimo que enaltece el alma, cura para la inquietud, fragancia que al corazón cautiva, esencia que calma rencores y bálsamo que impregna el amanecer de esperanza e ilusiones, y cura de colores para el aliacán. La primavera en Murcia es, en fin, la vida condensada, privilegio del murciano que advierte a quien lo visita: “Llorando llegaste a Murcia, sin descubrir que tu pena, esconde la dulce condena, de abandonarla llorando”.]]>

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