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El desdichado peregilero de Verónicas

Fue mucho tiempo después cuando la madre tornera se convenció, ya en su lecho de muerte, de que los brebajes de pasiflora, las pócimas de valeriana y las tisanas de borrachero, que le enviaron desde el Nuevo Mundo como el remedio definitivo, ni lograron devolverle el sueño ni tampoco aquietarle el pulso. Pero hasta aquel preciso instante, siempre tuvo presente la terrible visión de los ojos del peregilero apagándose dentro del cubo.

El lugar que hoy ocupa la plaza de abastos de Verónicas fue desde antiguo una zona muy concurrida, junto a la remota puerta de la Aduana, donde se fiscalizaba la entrada de productos a la ciudad. El antiguo mercado era una algarabía de comerciantes, a menudo dedicados a un solo producto. Allí se establecían los cebolleros y espinaqueros, los caracoleros, ajeros y calabaceros, y hasta algunos eran conocidos como los colifloreros.

De entre ellos, las más bullangueras eran las peregileras, que Martínez Tornel describía como mujeres de «piernas robustas y moradas» a las que se podía cantar aquella coplilla que decía: «Tengo la salsa compuesta, y me falta el perejil, dámelo peregilera, que te lo vengo a pedir». También había peregileros que, según los cronistas de la época, alternaban los chatos de vino de la posada bautizada como del Padre Eterno con el agua que les ofrecían las monjas Verónicas.

El ritual ante la puerta del monasterio, edificado en 1566 y del que hoy se conserva sólo la iglesia, era invariable; unos golpes al portón, la voz de la madre tornera pronunciando un «¿Deo gratias!», y la respuesta del sediento: «A Dios sean das, ¿agua!». Sin embargo, en la mañana del 27 de diciembre de 1875, sucedió una tragedia que conmocionó a la sociedad.

«Movía los ojos»

Aquel día, la madre tornera, al ser avisada por uno de los peregileros, introdujo la jarra de agua fresca en el torno y le dio la vuelta. Desde dentro sintió el chapoteo propio del agua en la boca del sujeto y, acto seguido, un golpe seco, el mismo que produce la propia jarra al ser devuelta al cubilete. Sin embargo, cuando la religiosa volvió a accionar el torno, en su interior descubrió la cabeza degollada del peregilero, «moviendo todavía los ojos». El alarido de la monja atravesó los recios muros de la clausura, traspasó el mercado antiguo y hasta alertó a los moradores del convento franciscano del Malecón, el mismo que fue establecido en el año 1280 por Alfonso X y arrasado en 1931, junto a la más bella Purísima de Salzillo.

En la plaza, según relatará un diario de la época, circularon versiones para todos los gustos acerca del triste suceso. La más aceptada, quizá por ser la más romántica, fue que el peregilero andaba enamorado de una religiosa del convento y decidió cortarse el cuello, «con su navaja calabacera», antes de ofender a Dios raptando a la novicia. Otros aseguraban que la causa fue una multa impuesta por el alcalde, o que el sujeto «había perdido el juicio». Como fuere, nunca más, que se recuerde, volvió la madre tornera a serlo y aquella callejuela mantiene hasta hoy cierto halo de misterio.

Las primeras noticias impresas sobre esta plaza se remontan al Correo Literario de Murcia, el 23 de febrero de 1792. Entonces, el mercado ocupaba el desaparecido pórtico de columnas del Almudí.

El redactor, con cierta ironía, informaba de la celebración del mercado, de seis de la mañana a cuatro de la tarde, para «aquellas personas que quieran surtir sus casas de cosas comestibles, o no comestibles, donde las hallarán a precios moderados, o no moderados». Más tarde, los propios comerciantes insertarán sus anuncios en la prensa, costumbre hoy desaparecida y que certifica la importancia que la plaza tenía entonces en la ciudad.

El actual edificio fue construido a comienzos del siglo pasado. En en 1915, el Ayuntamiento aprueba la construcción del mercado que sustituía, según El Liberal, «al antiguo y ruinoso». Y apenas pasarían otros quince años hasta que El Liberal anunciara, el 10 de octubre de 1930, el plazo dado a los comerciantes para abandonar la plaza, que debía ser clausurada y rehabilitada «en evitación de su inminente ruina». Habría que esperar hasta 1975 para contemplar la segunda planta del edificio, que hoy atesora los puestos de frutas y hortalizas frescas, cuyo sólo aroma ya debería cobrarse por el placer que asalta al visitante.

 

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