A cuantos entretenía el tedioso agosto murciano refugiándose en las páginas de los diarios no les preocupaba en absoluto, cómo se publicó en portada aquel 13 de agosto de 1955, que el ministro del Ejército visitara Elche. Ni siquiera la ampliación del joven barrio de Santa María de Gracia o el sorprendente titular, fruto de la escasez periodística, que rezaba: «Se cae de la bicicleta». Era un niño de 5 años, que no resultó ni herido. Ni que escribir tiene el anuncio de que «Chiang Kai Chek está prácticamente liquidado». Lo que de verdad causó una revolución fue el anuncio de un descubrimiento científico que cambiaría para siempre la sociedad. O lo intentaría.
Un gran titular recogía la noticia: «Está a punto de lograrse la vida humana en conserva». Maravillados ante semejante prodigio, los lectores conocieron que el ser humano podría disfrutar de una especie de ‘vida latente’ durante ‘aquella parte del año que no le sea agradable vivir’. Esta nueva técnica se denominaba hibernación y se aventuraba, más por parte de los economistas que de los científicos, que supondría «una medida más de economía que de propia defensa».
La idea no era nueva ni descabellada, en principio. A comienzos de siglo, el ‘British Medical Journal’ informaba de que los habitantes de una remota región rusa, apenas comenzaba a nevar, se echaban a dormir en torno al fuego y así pasaban medio año, levantándose sólo para comer un bocado, de tanto en vez, y mantener la hoguera. Igual hacían otras cosas; pero el redactor prefirió obviarlas. En aquel tiempo, incluso, se abogaba por agilizar la evolución hasta lograr un hombre, «que se reproduzca a partir de un trozo».
Diversas pruebas científicas reforzaban la nueva teoría. En ese estado de inconsciencia «no se respirará prácticamente nada, el corazón latirá a un ritmo muy débil y la circulación será muy lenta». Por tanto, las grasas y los azúcares serán consumidos en porciones mínimas. Los experimentos probaban estos extremos en marmotas, puercoespines y tiburones, sin olvidar el curioso ‘pájaro poorwill’ que habita las montañas de Colorado (EE UU). E incluso en el hombre.
Vidas enlatadas
Desde 1951 se practicaban técnicas similares de anestesia con los pacientes que eran sometidos a la cirugía. Ahora sólo restaba ampliar la duración de los efectos y frenar el deterioro que causaban en el organismo. Para ello, los doctores franceses Euguenard y Laborit, como destacará el redactor de ‘Línea’, suministraban a sus cobayas humanas «un ‘cock-tall’ de sustancias, que tienen por objeto bloquear el mecanismo automático y nervioso».
Los improbables beneficios sociales de estas prácticas perseguían convertir las ciudades en alacenas descomunales, aunque muchos se preguntaban quién o quiénes serían los encargados de recuperar aquellas vidas ‘enlatadas’. El peligro era evidente. Por ejemplo, a nadie escapaba la utilidad de mantener dormida a una parte de la población durante unas elecciones.
Otro de los métodos propuestos, en este caso por un prestigioso doctor ‘honoris causa’ por la Sorbona, era inducir la hibernación por asfixia. Parecía demostrado, al menos con ratas, que al encerrar a un ser vivo en un recipiente de donde se extrajera poco a poco el oxígeno, el organismo parecía apagarse mientras se enfriaba. Entonces, bastaba con rellenar el recipiente «con una solución refrigerante para bajar la temperatura del cuerpo a cero grados».
Si el sistema de hibernación parecía, cuando menos, improbable, no menos inquietante resultaba el proceso de recuperación de estas curiosas vidas en conserva. Y como si de una vulgar lata de fabada se tratara, los científicos proponían «un calentamiento lento y progresivo, empezando por la zona cardíaca, siguiendo por la nuca e insuflando, finalmente, oxígeno por la nariz». ¿Por dónde si no?