El Cristo de San Buenaventura no tiene color, donde los haya, pues condensa en su armadura el gozo de aguardar el paso de la procesión dando cuenta de un pastel de carne, que en Murcia hay una bula nunca escrita para comerlos, como diría un castizo, en todo el golpe de la Pasión; el gozo del tintineo de las lágrimas de cristal en las tulipas, palpitar del corazón del trono que ensalza a este Señor franciscano que no presume de esmaltes porque quiere impregnarse del tinte de tan bendita tierra. Cristo de madera huérfana que manifiesta a su paso los matices de la huerta. Por eso desfila desnudo de pigmentos y monsergas para empaparse divino de esa luz de tarde incierta que sus cofrades frailunos le ofrecen en la carrera. Y entre sus vetas marrones, en su carita de pena, palpita el sentimiento de la Murcia nazarena. Cruza la Redonda y se adentra en un desbarajuste de murcianos apresurados en sus compras de Semana Santa, cargados de bolsas y críos revoltosos como aquellos estantes van cargados, carga bien distinta, de tarima legendaria. Y le sigue Ella en eterna penitencia, Santa María de los Ángeles, que en Puxmarina se adentra. No tiene este Cristo color porque encierra entre sus vetas la luz que enamora Murcia al llegar la primavera. ]]>