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El célebre ‘sudexpreso botijil’ murciano

Amanecía en la huerta a golpe de mistela y kola, de carajillo apresurado, mientras los aromas del mercado de Verónicas saltaban el río para suavizar el crujido remoto de los molinos de pimentón. Los vaivenes de madera quebrada de la barca del transbordador, cuajada de murcianos y chascarrillos, anunciaban que algo grande iba a suceder. Más allá del Carmen, una multitud alborotaba los andenes de la estación.

La banda de música municipal, bajo la mirada escrutadora del alcalde, afinaba sus instrumentos. Y entonces, entre los ocho mil parroquianos congregados, alguien exclamó: «¡Acho, mirad, ya llegan los touristas!». Murcia entera, o gran parte de ella, se disponía a recibir a los viajeros -casi un millar- del célebre ‘sudexpreso botijil’ murciano. Porque también esta tierra fue pionera en las lides del turismo, hace ahora más de un siglo.

El sudexpreso se conocía entre el pueblo con otro nombre. Tan indispensables eran las cántaras para aplacar la sed y el calor del interminable trayecto, que aquellos trenes terminaron así apellidados: tren botijo.

El primer tren botijo partió en 1893. Fue una idea del periodista Ramiro Mestre, del diario nacional ‘La Correspondencia’, que proponía viajes para clases populares, casas regionales y otros colectivos. El éxito de la iniciativa extendió el servicio a diversas provincias, entre las que se encontraba Murcia. Incluso llegó a crearse una Orden Botijil, curiosa asociación a cuyos miembros se ofrecían días de descanso a precios económicos.

Ramiro Mestre, junto a su invento, alcanzó gran prestigio en la ciudad. Cada año daba cuenta de sus negociaciones para conseguir que el expreso botijil llegara a Murcia, amén de ganarse un sobresueldo que tampoco le vendría mal. En 1899, mientras organizaba la expedición a «la ciudad de las huertas», publicó una extensa carta en el Diario de Murcia, dirigida a los «queridos hermanos de la Orden Botijil». En ella explicaba el éxito de sus acuerdos con las empresas ferroviarias y fijaba el precio de los billetes en 20 y 12 pesetas, en segunda y tercera clase. Y no solo eso.

La llegada del tren botijo, que partía de Madrid el Miércoles Santo, era uno de los acontecimientos más esperados de las fiestas. De hecho, este medio de transporte animó la organización de unas fiestas cívicas, las de primavera, como continuación a la Semana Santa.

A finales del siglo XIX, los actos se reducían al Bando de la Huerta, que se organiza por la tarde, a una corrida vespertina y a la celebración del Entierro de la Sardina, dos días después. Cerraba el programa la Batalla de las Flores.

En otro de sus artículos, Mestre revela que el Ayuntamiento de Murcia está organizando «varios regocijos desde el Sábado de Gloria al Martes de Pascua», además de señalar que «el Municipio en pleno no piensa en otra cosa sino en proporcionar a la Orden diversiones, bondad y economía».

Mestre, quien debía conocer de sobra las fiestas de Murcia, insistía en la oportunidad del viaje publicando en La Correspondencia que las fiestas se verían «reforzadas con dos desfiles extraordinarios, el Entierro de la Sardina y Bando de la Huerta». Pero el Entierro, en 1899, ya disfrutaba de casi medio siglo de existencia. Lo cierto es que debieron de creerlo los madrileños si tenemos en cuenta que hasta 778 forasteros sacaron su pasaje en el convoy. «Ocho mil personas se han congregado en los andenes para recibirlos», publicaría, no sin cierta exageración, el Diario de Murcia.

A disfrutar de las playas

Una de las primeras referencias al sudexpreso botijil se publicó en el Diario de Murcia del 5 de agosto 1897. La crónica prueba que la llegada masiva de turistas a nuestras costas ya era una tradición asentada. De hecho, un día antes de que el convoy arribara en El Carmen, otro «tren económico de provincias, compuesto de 28 coches», acercó a Murcia «1.200 viajeros que vienen a disfrutar de las fiestas próximas y de las imponderables comodidades de nuestra playa».

Junto a ellos, no pocos murcianos residentes en otras latitudes aprovechan los precios populares para visitar a sus familias. Mediante diversos acuerdos entre el Ayuntamiento y las compañías ferroviarias era posible reducir el coste del viaje, pero sin aumentar las escasas comodidades de un trayecto asfixiante. La cantidad de viajeros complicaba que pudieran abastecerse de agua en las paradas, por lo que la compañía ponía a su disposición botijos para aliviar la sed.

El tren era recibido en la ciudad con bandas de música, una delegación municipal encabezada por el alcalde y centenares de murcianos, familiares o no de los expedicionarios. Y lo mismo sucedía en las distintas paradas del itinerario. Los pasajeros, acostumbrados a tan cálido recibimiento, protagonizaban curiosas situaciones. Así sucedió en Alguazas cuando ante los gritos de alegría de los foráneos, respondieron con vivas a Murcia hasta «las regocijadas touristas que estaban en las ventanillas, algunas dedicadas a ligeras operaciones de su toilette matinal».

Tan popular era el tren botijo que contó con su correspondiente leyenda negra. Y durante generaciones, muchos niños temieron la llegada de la caravana porque, según les advertían sus padres, en aquellos vagones también venían a Murcia los temidos tíos saínes. Estos señores, se decía, eran tuberculosos que viajaban hasta Murcia para consumir sangre humana, especialmente de niños.

En las fiestas de 1899, un suceso dio verosimilitud a la leyenda. El hijo de un popular barbero de la Puerta de Orihuela, Pedro Boluda, desapareció de su hogar. Durante dos días buscaron al pequeño, de apenas tres años de edad, sin éxito. Hasta que su cuerpo fue hallado junto al río, con evidentes signos de violencia. El niño había sido raptado y asesinado. De inmediato, el pueblo atribuyó la tragedia a algún viajero del tren botijo.

 

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