Entre las muchas cualidades que adornaban al antiguo sacristán de Santo Domingo, por mucho que se empeñara más tarde, no se encontraba la agudeza auditiva. Ni de lejos, vaya. Porque después de escuchar dos tremendas detonaciones en el templo, a apenas unos metros de distancia, tan solo apretó los labios y exclamó: “Son los cristales, que se han roto”. No podía estar más equivocado. Dos hombres acababan de perder la vida.
La tragedia se produjo un jueves, día de mercado en Murcia desde que el rey Sabio lo concedió. A comienzos del siglo XX los vendedores instalaban sus puestos, que se reducían a una manta mulera y poco más, en la actual plaza de Santo Domingo, en pleno corazón de la ciudad. Sucedió a las once en punto, cuando más murcianos se entretenían en proveerse de víveres. Dos cañonazos de arma de fuego, apenas separados por unos segundos, quebraron la rutina de aquella mañana calurosa. Fue en mayo de 1906.
El diario ‘El Liberal’ narró después que, “al cundir la alarma y al buscar la gente el sitio donde los disparos se habían hecho, se vio con sorpresa que había sido en la iglesia y en el pequeño patio interior de Santo Domingo”. Y aún más sorpresa causó a muchos descubrir que los protagonistas de tan extraño drama eran un jesuita y un sacerdote. Ambos yacían casi muertos. ¿Qué había sucedido?
“Quiero confesarme”
Los investigadores comenzaron a reconstruir el caso. Como cada día, tras la celebración de la primera misa se iniciaron las tareas de limpieza del templo y, según era costumbre, quedó abierta la puerta que comunicaba con la plaza. En el interior permanecían el campanero y su esposa, dos monaguillos y el sacristán, todos encargados de adecentar la iglesia.
En esa tarea andaban cuando irrumpió en la nave un sacerdote que, según relataron más tarde los testigos, “con alguna precipitación, se subía las sotanas y se dirigía hacia la sacristía”. El asesino, de nombre Pedro Morales, le preguntó al monaguillo quién había en la iglesia. “Solamente está el padre Toribio Martínez”, respondió el muchacho. “Dile que si puede salir, que me va a confesar”, respondió el sacerdote.
Unos segundos después, el monaguillo vio que los dos hombres conversaban. Pero apenas pasaron 5 minutos cuando se escuchó la primera detonación. Mientras el sacristán exclamaba que algún cristal se había roto, el chiquillo, más avisado y con mejor oído, corrió hacia la sala de juntas. Allí se cruzó con el asesino, quien, empuñando el arma homicida, se dirigía al huerto, donde se suicidó.
Cuando los guardias municipales Botía, Conesa y Gallego encontraron a la víctima, según publicó ‘El Liberal’, “solo le oyeron decir: Dios”. En los bolsillos de la sotana de su verdugo se encontró un sobre cerrado y titulado con una frase: “Motivos del hecho”. La investigación quedó a cargo del Juzgado de San Juan, cuyo titular se personó al instante en el lugar de los hechos.
Los ‘motivos del hecho’
Pedro Morales, el asesino, era natural de Mazarrón y desde allí se había trasladado a Murcia tres días antes del crimen. Se hospedaba en la fonda de la Catedral, donde nadie observó comportamiento extraño alguno. Aquella mañana lo vieron escribir una carta y avisó de que no volvería a comer “porque estaba convidado”.
El cuerpo de Toribio Martínez, natural de Quintana (Álava) fue trasladado a la residencia de los jesuitas, en la calle Balboa. El cadáver de Morales, en cambio, fue conducido al depósito del cementerio de Jesús. El popular párroco de San Antolín, Pedro González Adalid, fue el único que se decidió a acompañarlo. E incluso proveyó que llevaran el cadáver en un coche fúnebre y no en el llamado “carro del hospital”.
En Murcia, como es natural, no se hablaba de otra cosa. Y las incógnitas se sucedían. ¿Un ataque de locura? ¿Un crimen pasional? ¿Un ajuste de cuentas?… cada cual aventaba sus opiniones. Sin embargo, el motivo del crimen fue aún más enrevesado. Al día siguiente de la tragedia se conoció que Morales ni conocía a su víctima. Al llegar al templo, el asesino preguntó por el superior de los jesuitas y, al no encontrarlo, se interesó “por el que hacía sus veces”. Tampoco, para suerte de aquél, estaba. Así que el pobre Toribio, el “inocente e indefenso jesuita fue el objeto de sus iras y venganza”.
De alcance nacional
Morales culpaba a la Compañía de ser la causante de la apertura de un expediente, cuyo contenido nunca trascendió, “en hacerle sufrir exámenes sinodales, en las licencias que se le concedían, hasta en su mala suerte y desgracia”. El sacerdote estaba participando esos días en unos ejercicios espirituales organizados, mire usted qué casualidad, por los jesuitas en el Monasterio de los Jerónimos.
La noticia del suceso, en una apacible y pequeña ciudad de provincias, centró la atención de la prensa. ‘El Liberal’ agotó su edición de la noche y tuvo que imprimir otra porque “eran arrebatados los ejemplares de [las] manos de los vendedores y para satisfacer el deseo de las gentes que en todas partes pronto hacen corro para leer y comentar la extensa información del suceso”.
Los periódicos nacionales también se hicieron eco de la triste noticia y, como sucedió con la revista ‘Periódico Ilustrado’, dedicaron sus portadas al caso. Luego, enterrados verdugo y víctima, la rutina de la ciudad entretuvo a sus gentes con nuevas noticias y el terrible suceso se fue olvidando. Pero cuentan que el antiguo sacristán nunca más se olvidó de cerrar la puerta del templo mientras lo deshollinaba.