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«Cambio cada día el camión de la basura por los pinceles»

Reposa sobre un arca antigua, hendida por la polilla en alguna esquina, un farol de los auroros, herrumbroso, algo quebrada su portezuela de latón, por donde parece a Lorca le gusta porque a Lorca le gusta la muerte, el sabor de las tradiciones, el regusto de la plática con los vecinos del común… Y es que Clemente lanza al aire su imaginación cuando entra en esta casona de la huerta, donde se apilan recuerdos de otras épocas entre pinceles y lienzos. Es su estudio, el vientre de donde surgen sus obras. Pero eso sólo sucede en las horas que no dedica a su otra ocupación: basurero.somarse la vela bendita y blanca. Junto a él, la pandereta y los platillos, la indispensable campana que antaño rasgaba la madrugada. Y una caña cortada para hacerla sonar al compás de aguilandos huertanos. Cerca, al otro extremo del arca, una fotografía de Federico García Lorca, de marco ajado, completa este rincón que tantas emociones evoca a Clemente.

Clemente Martínez de San Nicolás recoge cada noche por las calles de Orihuela los desechos de sus vecinos. Lo revela sin complejo alguno, sin llamarse empleado de Acciona, su empresa. Su oficio, incluso, le permite rescatar auténticos tesoros que otras gentes apresuradas lanzaron sin pensarlo al contenedor. «Se encuentran muchas cosas valiosas. Y muchas reciclables», señala Clemente. Entre ellas, antiguos bastidores de cuadros desechados, sábanas de lino que luego sirven para formar lienzos donde imaginar nuevos cuadros.

Sus compañeros bromean cuando lo observan dando vueltas a un mueble antiguo y destrozado. Son los mismos que luego también recogen cajas de plástico para reciclar o pan duro con el que alimentar a alguna mascota. Porque la basura se convierte cada noche en una especie de cantera impredecible.

«Una vez rescaté una guitarra, con su funda y todo. Ahora aguarda en el estudio la restauración», asegura el artista. Clemente, después de estos años de trabajo, ya se ha acostumbrado, como asegura, «a cambiar cada mañana el camión de la basura por el pincel».

LA LLEGADA A LA FACULTAD

Estudiar medio curso por año

Desde muy pequeño, cuando apenas era un niño que pululaba entre los bancales de su casa de Aljucer, Clemente ya andaba revolviendo el barro de las acequias y arrancándole formas y expresiones. «Con siete u ocho años sentía la necesidad de atrapar el barro y transformarlo en imaginería, en algún desnudo. También dibujaba». Nadie le enseñó. Sólo la intuición le dirigía. «¿Ojalá hubiera tenido a alguien para enseñarme!», exclama.

Sus padres pronto descubrieron que tenía cierta sensibilidad para las artes y lo animaron a continuar sus estudios más allá de la antigua EGB. «Ellos siempre me han apoyado, siempre me han dado ánimos», aclara. Los años volaron.

El sueño de estudiar Bellas Artes palpitaba en su pecho después de acabar el servicio militar. Entonces montó un taller de escultura. Sin embargo, la inesperada muerte de su padre le obligó «a buscar un trabajo para mantenernos. Me quedé a dos velas». Aunque estuvo a punto de trasladarse a Valencia para cumplir su ilusión, terminó aceptando encargos en su hogar. «Aquello iba por etapas. Al final, apenas sacaba para los materiales». Entretanto, se adentró en la escultura y comenzó a cosechar sus primeros premios.

Por aquel tiempo, hace ahora unos seis años, descubrió la posibilidad de trabajar en la empresa concesionaria del servicio de limpieza de Orihuela. «El empleo era cómodo porque me permitía estudiar y crear por las mañanas», recuerda Clemente. Por fin, logró adentrarse en la licenciatura de Bellas Artes, donde ahora realiza su tercer curso.

Cada año se matricula en medio curso, lo que le permite su ocupación, porque está convencido de que la asistencia a las clases es indispensable para su crecimiento como autor. «Se aprende mucho, incluso de la asignatura menos plástica. Y soy una esponja».

EN SU MUNDO, PERO DE VERDAD

«Me considero algo reservado»

Clemente comienza su trabajo como basurero a las once de la noche y la jornada se extiende hasta las seis de la mañana. Aunque su destino es el lavadero de contenedores, a menudo cubre las bajas de sus compañeros y recorre las calles de Orihuela enganchado a la parte trasera de los camiones. Cuando regresa a su casa, una vivienda escondida en un paraíso de limoneros y bancales cultivados, flanqueada por una higuera donde trina una legión de gorriones, duerme hasta las dos de la tarde. Y entonces comienza la parte más agradable de su vida.

«Acudo a la facultad y, de regreso, si es que no tengo trabajos, adelanto obra». El tiempo se desliza en el estudio hasta la hora de la cena. A veces, apenas queda tiempo para enfundarse su mono de trabajo y correr hacia Orihuela. Vuelta a la rutina para un hombre cuyo pecho palpita cada vez con mayor ansiedad. «Llevo tiempo pensando en irme a Roma -confiesa convencido-. Realmente, no sé a qué. Sólo sé que debo ir».

Tras un breve silencio, Clemente logra dominar la mirada que se pierde entre los fotografías acartonadas que adornan las paredes y continúa: «Igual me pasa con la basura: encuentro algo y siento que servirá para algo, aunque en ese momento no tenga muy claro para qué». De fondo, la radio envuelve el estudio de música sefardí. Descendiente de auroros, morador de una casa donde hace unas décadas todavía llamaban para la despierta, Clemente añade que le fascina «toda la música con sabor étnico».

Clemente vive en su mundo, un mundo donde hasta ahora se levantaba una muralla hacia lo público. Ni la veintena de premios que ha cosechado en sus 35 años de existencia han logrado arrebatarle la tranquilidad de un hogar, que comparte con su madre y su hermana, el silencio sólo quebrado por los cuatro perros diminutos que corretean entre las verjas de cañizo, junto a las orzas o bajo los manojos de ajos y pimientos secos.

«Me considero reservado, tímido a veces…». Sus pensamientos vuelan, en apenas unos comentarios, de Roma a Barcelona, una ciudad donde le gustaría establecerse. «también quisiera que mi obra saliera de España», concluye. Mientras, una caja vacía de patatas le recuerda que se acerca el momento de arrancarlas del bancal que su madre cuida y engalana. «Siempre vivimos en la huerta. Me gusta mantener las tradiciones».

Cuando Clemente distrae su razón arrancando patatas, a veces concluye que necesitaría un marchante que, como asegura, «me garantizara que toda la obra que hiciera se podría vender». Sabe que pide mucho pero «es bonito soñar con ese día en que pueda levantarme por la mañana y entrar al estudio, para no salir hasta la noche». Pese a todo, Clemente añade que resulta muy complicado «entrar en el mercado. Hasta ahora me he mantenido al margen, quizá porque me cierro demasiado en mi mundo. Pero mi paso por la facultad me ha animado; he logrado relacionar el intelecto con el arte y descubrir que tengo mucha fuerza para trabajar».

UN ESTILO EN EBULLICIÓN

Picasso y La Dolorosa de Salzillo

Reconoce este artista de hablar pausado y pensativo que le apasiona Picasso, aunque aclara que no tiene preferencias de estilo a la hora de empuñar un pincel o la gubia. Así, en estos días ultima una colección de bajorrelieves en terracota sobre el mundo de los toros, «breves apuntes, muy rápidos porque considero que el barro, cuando está sin acabar expresa más». Casi tanto como la expresión de La Dolorosa de Francisco Salzillo de la Cofradía de Jesús. «Estoy enamorado de esa expresión contenida pero que fluye».

Clemente define su arte como una búsqueda continua. «Cuando cojo el pincel o el barro, durante el proceso, surgen formas distintas de acabado y expresiones». Esa búsqueda interminable, como parece lógico, le lleva a sentenciar que «no me gusta ninguna de mis obras. Las veo imperfectas». Exagera. La exposición que Clemente dedicó García Lorca en la casa donde nació el poeta fue muy aplaudida. En Murcia, en cambio, le pusieron reticencias para mostrarla. Aún parece que no se le perdona a Lorca algunas de sus predilecciones políticas.

Hace apenas unos años, el Colegio Mayor Azarbe acogió la muestra de un curioso velatorio, formado por 99 piezas de terracota policromadas al óleo. Los grupos escultóricos relataban en seis fases todos los momentos de la agonía y el entierro: casi cien exquisitas figuras donde no se repite un rostro ni una pose ni siquiera un atuendo o expresión.

En esta obra ha plasmado el autor su interés por la muerte, por la muerte como se sentía en la huerta hasta hace no muchos años. «De pequeño acompañaba a mis padres a los velatorios -recuerda Clemente- y me sorprendía al comprobar la escena: unos lloraban, entraban o salían, otros contaban chistes y reían… con los tanatorios se ha perdido el sabor de lo popular».

Es el mismo sabor que Clemente imprime a las obras que compone en su taller, esa especie de horno moruno donde fragua y explota todo el sentimiento de este hombre que cada madrugada se lanza desde el camión de la basura para empuñar un pincel.

 

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