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Los finados de la calle Paso a nivel

SalvatierraMariela Salvatierra, en el ajado rótulo que da nombre a la calle donde vivió los últimos tres meses de  su vida, tenía profetizado el destino. Era trágico. Tanto que acaso nadie, ni siquiera Jesús Subiranis y Adriana Pérez, sus compañeros de piso, nunca repararon en esa placa de metal que las últimas lluvias, como una burla del destino, han pulido. A los tres, junto a otro boliviano y su mujer embarazada, los arroyó un tren talgo el pasado día siete en Hellín. En su país han dejado nueve niños en la orfandad. Emigraron buscando, con la misma esperanza que aquellos conquistadores españoles, El Dorado que les permitiera prosperar. Pero el oro se transformó en surcos sobre los campos. Y la plata, por desgracia, en el hierro de una vía maldita. Ahora, las ancianas de la ciudad, cuando cruzan el humilde barrio, se santiguan al contemplar la placa clavada en la pared del bloque: Calle Paso a nivel.

«Madre, cuide mucho de mis hijos»
Doña Mary Salvatierra, quien en los próximos días perderá la casa que empeñó para que su hija Mariela viniera a España, sintió una negra premonición dos días antes del accidente. Y un escalofrío recorrió su mente al escuchar la voz metálica de la joven a través del auricular. Mariela, quien después de dos meses en España había encontrado empleo, le insistió en que cuidara a sus dos pequeños, Andrea y Javiero. «Son mi única razón de vivir», advirtió. No mentía.

Mariela dejó a los niños en su país, junto a su marido, Wilson Montaño, y una terrible hipoteca, de 3.500 dólares con el 10% de interés, sobre la casa familiar. Ni siquiera pudo devolver la primera cuota. Por eso, como denuncia Ronald, amigo de la familia, «el tipo que les prestó ya ha aconsejado a la abuela que venda la finca. Y se acabó». Como la vida de Mariela que, sólo cinco días antes de su muerte, posó sonriente para la última fotografía que iban a hacerle en su vida.  Junto a ella, Adriana guarda el equilibrio sobre unas rocas próximas a un santuario de Hellín. También sonríe a la cámara, confiada en que la muerte no la rondaba. Acompañaba al conductor del automóvil arrollado por el tren, Jesús Subiranis, de 29 años, quien no tenía carné.

Un duelo en un cuartico
Adriana, a sus 29 años, deja huérfanos a Luis, de 16, Gabriela, de 12, y María José, de 15. Y viudo a su esposo José Mercado. La única hacienda que tiene José en el mundo es una humilde cabaña de palmas de motacú, a la orilla de un río, y un improvisado trabajo en un restaurante. No le sobra a la familia, de los cien bolivianos que ingresan, ni una moneda. Al cambio, diez euros miserables. Aunque su situación apenas puede empeorar. La cabaña sólo tiene un cuarto. El trabajo sólo es para los fines de semana.
Adriana llegó a España hace dos años. Hubo que vender hasta los muebles para pagar el billete. Desde entonces, en cambio, sus envíos mensuales de dinero a Bolivia permitían que sus pequeños estudiaran. Pero estaba cansada. «Me quedó un año más y regreso», advertía a sus amigos de Hellín.

“Regresaré a Santa Cruz con un capital para comprar un terreno, para cuidar a mis hijos», confesaba a otros. Pero el pasado martes embarcaba en un avión rumbo a su patria. Del país sólo se lleva un ataúd de madera. Y en Bolivia no tiene, de momento, ni un lugar donde ser enterrada. Para pagar la fosa en el cementerio José tendría que trabajar cuatro meses seguidos. Sin gastar ni un boliviano.
Cuando la noticia de la muerte de Adriana retembló hasta en los últimos llanos de Santa Cruz, un escalofrío recorrió el alma de José y sus tres hijos. La mamá, esa heroína que bregaba a miles de kilómetros para sacarlos del arroyo, sólo volvería a sonreirles en la foto que Ronald llevará a Bolivia. Quebrados de dolor, la familia organizó un  velatorio sin cuerpo presente, un velorio simbólico en el único cuartucho de su cabaña de motacú.

Jesús, de albañil a jornalero
Alberto Escalante, cuando cerró la granja de pollos donde trabajó en Bolivia, aguantó un año sin trabajo antes de embarcarse rumbo a España. Le costó 2.000 dólares, los mismos que fue devolviendo poco a poco hasta completar la deuda. «Al principio, aunque no era un hombre de muchas palabras –señala su hermana Asunta– logró un empleo como albañil. Luego le siguió su esposa, Eldy Guzmán. Ahora regresan los dos muertos».

Asunta comparte con otros bolivianos un amplio piso en Hellín, de grandes ventanales por donde se desliza el sol cada tarde, algo enredados los sofás por los juegos de la pequeña Juliana, su hija. La casa, según el contrato, será suya dentro de veinte años. Pera ella no tiene mucha prisa. Y ninguna si se trata de regresar a su tierra natal. «Al menos, para quedarme allí mientras no mejore la situación económica», añade.
A Alberto no se le conocía en Hellín ningún vicio. Si acaso, fumar, pero tampoco demasiado. Hombre discreto, de hablar pausado, había logrado trabajo en una explotación hortofrutícola de Jumilla. Allí se encaminada la mañana en que lo aplastó el tren. De Eldy recuerda su cuñada que «hablaba mucho, era una mujer muy afable».

Asunta no domina la emoción al recordar que el matrimonio buscó en Murcia un lugar donde trabajar juntos y aportar algún capital para sacar adelante a sus hijos, Álex y Luis, de 10 y 7 años, a cargo de sus abuelos en Bolivia. Además, Eldy, embarazada de cuatro meses, ya había decidido regresar a fin de año. «Recordaba mucho a los pequeños. No hablaba de otra cosa», insiste Asunta. Al menos, hasta que recibió la citación de un juzgado de Caravaca.

Una citación a destiempo
Eldy apenas disfrutó de un día de trabajo en Caravaca. Un empresario se arriesgó a contratarla a pesar de que la mujer no disponía de papeles de residencia. Unas horas después de que empezara la labor en un almacén de frutas, fue detenida por su situación irregular en España. Ella, en aquel instante, recordó a sus pequeños y apuntaló su ánimo en la esperanza de que podrían estudiar, de que disfrutarían de una vida menos humilde, de un futuro donde no se vieran obligados a emigrar a un país remoto. Y aguantó con dignidad el largo trámite que supone la expulsión del país. También la preocupación porque sobre su cabeza pesaba una comparecencia ante el juzgado de Caravaca. No se escondió. Tampoco huyó. Por eso, el pasado lunes, sólo tres días después del accidente, la casualidad quiso que el cartero llevara al hogar albaceteño de los Escalante la citación judicial.

Asunta llevaba tantas horas sin dormir que no le dio demasiada importancia al aviso. «¡Cómo conciliar el suelo cuando sólo unas horas después de ver a tu hermano vivo lo encuentras en un cajón!», lamenta. Luego, más que ira, sintió desilusión por un sistema legal que, como en cualquier país, no repara en la situación personal de quien lo padece.

Maletas que se vaciaron de sueños
Ronald Roca Sanguino, quien compartía piso con Mariela, en los tres años que lleva en España, ha prosperado. Trabaja en una empresa de frutas de Abarán, donde ahora le han concedido veinte días de permiso para viajar a Bolivia, a donde se desplazó el pasado martes al mediodía. Meditaba desde hacía unos meses su regreso temporal al país que lo vio nacer hace 52 años. Sobre todo, para festejar el cumpleaños de una de sus hijas. El problema, como siempre, es el billete de avión. Unos 900 euros. Por eso, Asunta no puede viajar con su hija.

Ronald tiene seis retoños, con cuatro mujeres distintas, «pero sólo tres reconocidos». Uno de ellos, prefirió emigrar a Estados Unidos. Ahora, el Ayuntamiento de Hellín le ha pagado a Ronald el pasaje ya que su compañera sentimental, sobrina de Mariela, no puede abandonar su puesto de trabajo. Será él quien devuelva a doña Mary Salvatierra la flamante maleta de su hija, la misma que llegó a España cargada de sueños y regresa cuajada de desgracia.

Todos los bolivianos desplazados al funeral, que ha hecho retemblar el país andino en los últimos días, no agotarán el plazo para regresar a España. Aunque podrían quedarse en Sudamérica hasta el próximo 30 de junio, coinciden en señalar que «adelantaremos la vuelta. Debemos responder en nuestros empleos». Aún quedan muchas bocas que alimentar.

Tres días de luto oficial en Hellín
La declaración de tres días de luto oficial en Hellín es sólo la punta del iceberg del calor y apoyo que sus habitantes han dispensado en los últimos días a la comunidad boliviana en Albacete. «No nos han dejado solos ni un segundo –reconoce Asunta–. Han llorado con nosotros. Con sinceridad, no esperaba tanta humanidad». Un equipo de médicos y psicólogos velaron por ellos desde el primer momento. Entretanto, se estudia que todos reciban, como un curioso bálsamo legal, la nacionalidad española. Los muertos, después de muertos, podrían ser españoles. Igual que los nueve huérfanos cuyo futuro pende del destino.

La pena de estas familias sólo podrá remediarla el paso lento del tiempo, cuando los recuerdos se tornen borrosos, menos ácidos, entrañables. Hasta entonces, aquellos que perdieron a sus seres queridos seguirán trabajando en los campos y reuniendo, euro a euro, el capital que les permita regresar para vivir con dignidad en Santa Cruz, para celebrar la Navidad en la calorina del verano, las puertas abiertas de par en par, la música que todo lo inunda, «con mucha más alegría que la fría Epifanía que ustedes celebran aquí», señalan con sinceridad antes de exclamar: «¡Cuánto cuesta vivir lejos de nuestra tierra!».

Santa Cruz también es una amalgama de emigrados, de gentes que llegaron de Cochabamba y de La Paz, de Sucre y de Potosí, de Oruro, de Tarija, del Beni, para compartir el departamento más extenso de la república. Allí ya descansan, regados con mil lágrimas, los sueños de quienes buscaron El Dorado en una tierra lejana. Asunta y Ronald, todavía turbados por la tragedia, aseguran que los teléfonos móviles de los muertos aún sonaron, perdidos entre los restos de sus escasas pertenencias, varios días después del accidente. Incluso después de apagarlos, su timbre resonaba y resonaba en toda la casa.
«Una psicóloga nos tranquilizó diciendo que acaso nuestros finados querían despedirse de nosotros», confiesan. El ataúd de Eldy, en ese mismo instante, hacía trasbordo en un aeropuerto de Brasil mientras algún funcionario judicial de Caravaca tramitaba su citación «Ya avisamos que nunca irá al juzgado –señala un tanto apenada Asunta–. Que, si lo desean, se molesten en buscarla».

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