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Amanecer ‘morao’ en Jesús

La vida es el amanecer en Jesús. A veces delicada y apetecible como el banquete de la Santa Cena, de belleza tan espléndida como aquella que adorna a la Dolorosa. En otras ocasiones, es retorcida y atroz, como el haz de espinos del Señor en la Columna. Es plena en la juventud de San Juan e imponente ante la presencia del Abuelo, Nuestro Padre Jesús. Es frágil como el leve sueño del anciano San Pedro en la Oración en el Huerto. Y está siempre al socaire del viento de desvelos y preocupaciones tal que paño de Verónica.

La vida puede teñirse de desesperanza en forma de aguacero a las ocho de la mañana y vibrar de colorido en Las Flores. Y la vida, como la de tantos nazarenos en la mañana de San Agustín, a fin de cuentas siempre es morá, de Jesús, de los Salzillos y del templo privativo. Cenáculo de señorío donde a María veneran por su belleza y tronío.

¡Dolorosa de Jesús, más murciana que ninguna! Seis lágrimas surcan tu cara y anuncian la amanecida. Estante, tú que la alzas en tan dichosa condena, va prendiendo en tu memoria tan suave penitencia. Una cuenta de rosario a cada paso en la carrera. Y cada oración un recuerdo; cada recuerdo una pena; en cada pena un suspiro que embriaga nuestra existencia.

Parte el cortejo de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno a las siete en punto. Bullen los bares que rodean la calle lateral donde forman, entre una algarabía de cruces y mayordomos, de celadores que se apresuran a recoger sus estandartes, de diminutos nazarenos que acompañan a sus padres, de antiguos estantes que se emocionan al comprobar, tras el crujido de la puerta de la iglesia privativa, que el remoto Pendón anuncia la salida de la más espléndida procesión murciana.

Jesús está en la calle y ofrece, entre los sones de burla de los carros bocinas y los golpes sordos de los estantes en las tarimas, un retablo de incomparables joyas artísticas, desde la Santa Cena, que este año recuperó el aparatoso respaldo para el asiento del Señor, hasta la Dolorosa, que no necesita nada que oculte  su hermosura.

¡Dolorosa de Jesús, más murciana que ninguna! En esos brazos tendidos amparas toda la huerta. Desde el rojo atardecer con su luz tenue e incierta, sus azahares, las norias, el rumor de sus acequias, las rosas que abrazan tu trono, espejo de tu belleza, y el fulgor de los luceros que en tus ojos reverberan. ¡Dolorosa de Jesús, más murciana que ninguna! Seis lágrimas surcan tu cara y anuncian la amanecida cuando el sol enciende un llanto de tanta pena cautiva.

Caminan las hermandades hacia una ciudad colmada de murcianos y turistas mientras el sol va y viene entre las nubes, dando cierta tregua a los estantes, quienes despiertan aplausos en las esquinas más nazarenas. Allá, al entrar a San Nicolás, una algarabía de gentes recibe cada tarima con inquietud y asombro ante la complicada maniobra.

El Prendimiento, La Caída, La Verónica, Los Azotes, San Juan… las célebres tallas que Salzillo imaginara y sobre las que vuelan mil comentarios y anécdotas sobre la carrera nazarena, una carrera donde el sol vuelve a brillar al paso de María. ¡Dolorosa de Jesús, más murciana que ninguna!

Eres estampa del cielo caminando por San Pedro mientras el sol acaricia la huertanía de tu pelo. Eres luz del paraíso cuando deslumbras Belluga y ni aún la catedral, con su gloriosa hermosura, ni el retablo de su piedra ni de la torre su altura, consiguen eclipsar tu rostro, el talle de tu cintura, esas lágrimas que besan el rostro de la amargura. ¡Dolorosa de Jesús, más murciana que ninguna!

 

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