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“Murcia la rucia, ¡cuánto bellaco te busca!”

antonio botías Contaba Pío Baroja, con inquietante actualidad, que el vejamen de unas regiones contra otras, algo común en todo el orbe, se producía en España “de una manera desaforada y frenética”. Y basta leer a Cervantes, Lope, Tirso, Quevedo y otros cuantos para comprender que es costumbre antigua. Así que Murcia no iba a ser, como diría un huertano castizo, la “hija de la polla roja”. Conocida es por muchos aquella máxima que reza ‘Mata al rey y vete a Murcia’, aunque la explicación de su origen, que se remonta a un privilegio medieval, no lo sea tanto. Pero existió otra sentencia que se llevaba la palma de la deshonra e hizo fortuna durante un par de siglos: “Murcia, la rucia, ¡cuánto bellaco te busca!”. Cierto es que entrado el siglo XVI era el Reino de Murcia uno de los más prósperos de España. Al negocio de la seda se sumaba la producción de frutas y hortalizas, la abundante caza y cría de animales, y la pesca, sobre todo del mújol de la Encañizada, que rentaba cada año a la ciudad una cantidad desorbitada. A estas industrias había que añadir el trasiego de viajeros hacia Cartagena, camino de las minas, el arsenal, la fábrica de pólvora y el puerto. “Suelen venir aquí una y otra armada –escribirá el Licenciado Cascales- por pólvora, por bizcocho, por previsión, por armas, por artillería, que es una babilonia que pasma el juicio”. Ante semejante panorama, Murcia se convirtió en un imán formidable para comerciantes franceses, italianos, flamencos, turcos o moros y otra gente principal. Pero también ofrecía alicientes de sobra para rufianes y pícaros, quienes acrecentaron la mala fama de estas tierras y el nacimiento del terrible refrán. Gente de mal vivir El humanista Gonzalo Correas en su obra ‘Vocabulario de refranes’, editada en Salamanca en 1627, advertía del origen de la sentencia: “Dícese porque es tierra adonde acude gente de mal vivir, facinerosos y rufianes”. Desde luego, aunque no era toda la verdad, tampoco andaba desencaminado el gramático. En aquella remota Murcia no se podía vivir. Justo García Soriano, en un artículo publicado en el diario ‘El Liberal’ –copia de otro anterior- recordaba que la ciudad “hervía de bellacos. No había bolsas, honra ni vida segura”. Los robos y las cuchilladas, junto a los continuos escándalos en las tabernas y burdeles, tenían “retraídas a las gentes honradas, que apenas osaban salir a la calle”. Incluso caballeros y eclesiásticos se enzarzaban en disputas. Y también autores de renombre como el célebre Quevedo, a quien acusarían más tarde de protagonizar en Murcia “cosas terribles”, según el libelo ‘Tapaboca que azotan’. Fue entonces, el 6 de junio de 1610, cuando nombraron corregidor a Luis de Godoy Ponce de León. Muy pronto se convirtió, a golpe de estacazo y tentetieso, en la solución a tanto desorden público. Los juicios se multiplicaron y, con frecuencia, eran sumarísimos para ahorrar tiempo. Las penas de azotes se contaban por cientos y no había día en que no se levantara la horca en la plaza del Mercado, en el Arenal o en el Plano de San Francisco. El verdugo Juanazo Refiere García Soriano que “el verdugo de Murcia no se daba punto de reposo”. Así que su nombre, Juanazo, se hizo célebre. Tanto, que Quevedo incluso lo mencionó en su inmortal ‘La Vida del Buscón’. Pero la fama de aquel sayón nunca superó a la del corregidor, cuya crueldad y fiereza le granjearon el mote de ‘Luis el bárbaro’. Eso sí, en pocos meses la ciudad quedó limpia de malhechores y al antiguo refrán “Murcia la rucia, cuánto bellaco te busca” se le añadió, según el mismo autor, el aditamento de “y después de haberte hallado, no te quisiera haber buscado”. Gonzalo Correas incorporó a su ‘Vocabulario’ esta explicación y el origen del apodo que los murcianos pusieron a su temible corregidor, “más por honra que desprecio, porque mucho de esto han menester los corregidores de grandes ciudades”. En el mandato de Luis de Godoy, sin contar con la expulsión de los moriscos, también se produjo el gran incendio del Almudí, en 1612. Durante una tempestad, un rayo cayó sobre el histórico edificio, que lindaba, precisamente, con la casa del verdugo. El rayo hizo explotar la pólvora que allí almacena un regimiento de milicias. Cuentan las crónicas que solo se salvó “la caja de caudales y el grano del sótano”. Tres mil arcabuces y quinientos mosquetes quedaron inservibles. No acabaría el siglo sin que otro corregidor, tan decidido como Godoy, volviera a imponer la ley a mazazos. Fue Francisco Miguel de Pueyo, un aragonés que llegó a Murcia en 1679 y que, tras salvarse de milagro de un carabinazo que le propinaron en la Puerta de Vidrieros, construyó la ermita del Pilar. Esa es otra historia, pero los estacazos a los rufianes eran los mismos.]]>

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Comentarios (2)

Me encanta la historia de Murcia! Gracias por compartir!

Gracias por leerme! Saludos!

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