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Murcia estrena primavera por San Pedro

Domingo de Ramos / Juanchi López

Murcia, en Domingo de Ramos, siempre estrena primavera. Eso pregona el azahar que el viento mece desde los naranjos de Belluga mientras la torre, como inmenso estante de piedra centenaria, alarga su sombra para asomarse a San Pedro. Eso anuncia el agua de las fuentes, como diminutos ríos hacia el cielo despejado, en sus piruetas cristalinas por La Glorieta. Y eso mismo proclama por Jara Carrillo un revuelo de túnicas, del color de la esmeralda, una algarabía de telas que evocan hojas de oscura morera aterciopelada. Murcia, en Domingo de Ramos, siempre estrena primavera.

Por la mañana se extiende el rumor de palmas de parroquia en parroquia, como palmeras deconstruidas en caprichosas formas, retazos de horizonte huertano, verdes también de Esperanza. Y bullen las terrazas de gentes que burlan, bajos los naranjos en Las Flores o en Santa Catalina, el primer sol que ya prologa el verano. Por allí desfilan, como ramillete de calas cofradieras, rosquillas coronadas de ensaladilla y anchoa que, a golpe de estante de caña húmeda contra la barra marmórea, celebran esta Domenica que es oasis murciano en la Pasión que se avecina.

Murcia, en Domingo de Ramos, siempre estrena primavera. Y los niños presumen de zapatitos blancos, porque en la mañana de curas revestidos de rojo, como cualquier San Juan al uso, el que no estrena, tal que reza el remoto refrán huertano, no tiene manos. Pero manos sobran para aplaudir la nazarenía que inunda los rincones más nazarenos, plenos de luz porque quiso el cielo, y también quienquiera que sea el que regula los horarios, y dispone que la ciudad disfrute de una hora más de luz.

Murcia tiene manos cuando llega la primavera. Manos para vestir guantes que acarician varas de mayordomo, para acariciar cruces de agrietada madera, para elevar estandartes bordados con sollozos de hilo de oro, para aferrarse al estante y sujetar la tarima como improvisada almohadilla cofradiera.

En la ciudad, que ya lo escribió Jorge Guillén, se respira la luz. Esa luminosidad, que rebrota inquieta de cofradías desde la huerta, se mantiene intacta al caer la tarde sobre los ocho tronos que componen el cortejo. Avanza la procesión mientras los nazarenos ya cuentan, suspiro a suspiro, la hora y media larga de gozo que les queda. Y van desgranando segundos bajo el Cristo de la Esperanza, el que mira al cielo cristalino y lamenta, más que el suplicio que se avecina, no volver a verlo hasta dentro de un año.

El Señor de la huerta

La ciudad se detiene un instante, toda la rutina cesa, cuando camina el Señor que de la huerta se acerca. ¿Quién dice que nació en Belén si es natural de esta tierra? Atrás quedó su barraca, de cruz de palo en la puerta, cercada por vinagrillo que bosteza en las acequias y el jazminero que abraza aquella quebrada higuera. El Señor vuelve glorioso a pasear La Glorieta. Y, por acabar pronto, pues la borrica se inquieta, baste añadir que Murcia, en esta tarde de Ramos, estrena la primavera.

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