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La silenciosa agonía de las oliveras

Dos cosas necesitan los olivos murcianos, ya llegado este tiempo, para producir aceitunas. Y después de una nula cosecha el año pasado y bastante escasa hogaño, resultan indispensables para que, en lugar de costar diez euros el litro de aceite, no suba a quince, que lo veo venir. La primera es podar los árboles, lo que en Murcia se llama escardar. Y hacerlo con maestría, limpiando a ras de tronco las ramas que crecen en el centro del olivo para que el sol haga brotar flores. Y la segunda, donde quiero ir a parar, es que reciban un riego.

            Desde que el mundo es mundo, ese agua del cielo caía en su tiempo, como los nabos en Adviento, pero ahora, porque el clima anda loco o nosotros lo hemos desquiciado, esta es la hora en que los campos aún esperan tan indispensable lluvia. Total, que no ha llovido. Y eso implica, si no se remedia en las próximas semanas, que la cosecha de oliva murciana sea para echarse a llorar. No veo en los titulares de la prensa esta silenciosa agonía que padece tan histórico cultivo. Ni nadie que lo denuncie.

            La industria de los olivos, u oliveras como se denominan en el campo de Murcia, fue tan prestigiosa que hoy resulta curioso leer aquellos diarios de comienzos del siglo XX en los que se describía el aceite murciano como el más sabroso de España. Pongo por caso los campos de Sangonera, la Verde y la Seca, y la hacienda Torre Guill, donde hace un siglo se estrenó la primera segadora de la Región, entre otros adelantos.

            Como «miel suavísima» describía ‘El Diario de Murcia’ al aceite de Torre Guil. Y lo hacía en un sorprendente contexto en 1890. Porque ‘El Diario’ lamentaba entonces que el aceite que se comercializaba en Murcia, «aún en las tiendas más acreditadas» no tenía tanta calidad y «parece andaluz, por su grosura y su sabor poco fino. […] ¡No es aquel incomparable aceite de la Torre de Guil!». Parece andaluz…

            La calidad, por tanto, también había que pagarla. Y con creces. De hecho, según los registros de la época, la arroba de aceite murciano rondaba las 14 pesetas, mientras que el andaluz se situaba en 12,50 pesetas. Similar precio tenía la denominada «clase corriente» del producido en Sangonera. Eso, sin contar las muchas falsificaciones que denunciaban los rotativos de la época.

            «Se avisa al público -señalaba el diario ‘Las Provincias de Levante’- porque en varios establecimientos de esta localidad se anuncia y expende con aquel nombre [el de Sangonera] aceite de otras procedencias». ¿Y qué pasó? Pues que dejamos perder esa industria sin inmutarnos, como antes hicimos con aquella seda murciana que rivalizaba en calidad con la china. O el pimentón.

Eso le ocurrió al aceite de Sangonera. Era, por cierto, de la variedad cornicabra, que pronto fue desterrada pues tras exprimirla daba y da casi la mitad de rico néctar que otras variedades. Aunque, las cosas como sean, aguanta sin oxidarse bastante más tiempo. Sin contar lo que crece al echarlo en la sartén. Ustedes, abuelas, saben de qué les hablo.

            Total, que si en las próximas semanas no llueve, aquellas explotaciones que no tengan gotero ya saben la ruina que les espera. Y, al revés, las que tengan tan moderno sistema de riego para los olivos de secano, que se palpen la ropa pues la olivera, sabia y antigua donde las haya, se acostumbra a esa humedad artificial y, en cuanto la pierden, se secan. Yo creo que de pena. Y pena da, pero pena de verdad, comprobar qué necios hemos sido para echar a perder tan grande legado.

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