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La señora que me contempla desde el espejo

Se niega, la muy orgullosa, a hablar conmigo. Pero me observa descreída cada mañana, con cierto aire curioso, silenciosa, como si escrutara mi pensamiento. A veces, cuando recuerdo cómo agrupar unas cuantas palabras, le pregunto quién es. Pero sigue callada, desafiante. Y siento miedo. Quizá intente hacerme daño. Espero no quedarme nunca a solas con ella. Al menos, María Teresa, esa jovencita que siempre sonríe, me tranquiliza. Sobre todo cuando me da besitos mientras me cuenta que «esa señora no te hará nada. Es sólo un espejo».

Me siento viva. Aunque no recuerde exactamente qué significa esa expresión. Ni lo que es un espejo. O si es correcta para definir, porque a veces no logro articular ni una frase, la paz que me invade cuando me peinan, me abrazan, con su conversación de locos. Cada vez me cuesta más dedicarles una sonrisa. En cierta ocasión escuché a un médico decir que a quien olvida cosas sólo le une a la realidad el afecto. También equivocó sus nombres, si alguna vez reí o lloré con ellos. Son tan cariñosos. Me cuentan que mi nombre es María Carrillo y tengo 75 años. Atontados. Si acabo de hacer la comunión. Yo, si me traen mi jarra, dejo que se lo crean.

Olvidar lo que se ha querido

Al principio sólo olvidaba sazonar las comidas. O lo hacía varias veces. Tomás Carrillo, ese señor de 78 años que dicen que es mi marido, protestaba. Decía que antes era «una espléndida cocinera». ¿Quién? Después, preparaba un arroz y pollo sin pollo, un estofado sin carne, hasta aquel día en que llené de aceite la sartén para freír unas cuantas judías. A Tomás sí le sonrío. A veces. Y le doy besitos cuando me lo pide. Pero también a veces.

Todo comenzó, por lo que cuenta la peluquera que me peina cada quince días, en la Navidad de 1997. Al principio, capeaba el temporal. Si no encontraba en la mente una palabra, la esquivaba. Y si me acorralaban siempre exclamaba: ¿Tú sabes lo que quiero decir? ¡Pues eso!». Sin embargo, con la lotería de Navidad me descubrieron. No logré calcular las participaciones que hacía cada año para la familia. En unos cuantos meses, como un retorno vertiginoso a la infancia, atravesé todas las fases de este mal que quienes vienen a visitarme llaman Alzheimer. Ahora tengo un vacío. Y no sé cómo llenarlo.

María Teresa, a sus 38 años, tiene una madre sin tenerla. Cuando por teléfono me llama mamá, un silencio amargo y metálico es la única respuesta que recibe. El teléfono es un aparato que chirría y me asusta. Como la señora del espejo. María Teresa acude cada mañana a cuidarme. Desde bien temprano. Cree que los viejos necesitamos mucho cariño, que sólo nos queda la ilusión de contar batallitas. Nuestra dinamita contra la soledad. Los cristales pueden estar un día sucios y no pasa nada. Para nosotros, un día son 86.400 segundos. Así contamos.

María Teresa no tiene hijos. Pero ese hombre que siempre la acompaña parece muy enamorado de ella. Creo, por lo que oigo, que es su marido. Cuando mi mente empezó a emborronarse ella lloró amargamente. Pensará que no me daba cuenta. Los pilares de su mundo retemblaron. Nada volvería a ser igual. No se explicaba por qué tenía que ocurrirme esto. ¡Con la de gente que vive en La Alberca! Luego, más tranquila, acudió a una asociación de ayuda para informarse, escuchar a otros familiares, llorar si era necesario.

Por eso no se sorprendió aquel día en que me empeñé en quedarme desnuda para correr por toda la casa, como una loca. Por eso sonreía al descubrir que me levantaba de madrugada y, sin encender la luz, casi a hurtadillas, cruzaba el patio para sentarme en la cocina de afuera. «¿Que haces, mamá?», me preguntó. Y yo, confusa porque se creyera mi hija, le respondí: «Pues mira, aquí estamos».
con unas cuantas palabras

La dedicación de una buena hija

María Teresa es la única persona a la que ahora dirijo las pocas palabras que golpean mi memoria. «Guapa, bonica, princesa, buenos días». Hace tiempo le pedía mi jarra y los papeles. Todos los que venían a verme me preguntaban qué jarra quería. ¡Qué cortos! Tenía que golpear la mesa y volver a pedírsela una y otra vez, durante todo el día. De tanto en vez, decía palabrotas. En una ocasión, después de permanecer toda la noche gritando, me trajeron una jarra… pero no era la mía. Lo mismo me pasa con los papeles. «¡Quiero mis papeles, mis papeles!..». Es raro. A veces pienso que utilizo la misma expresión para pedir diferentes cosas. Por eso, quizá, no me entienden.

sto lo sospeché después de pasar un mes sin ver al abuelo Tomás. Estaba ingresado en el Morales Meseguer, según me contó, por un problema en la espalda. Yo estaba sentada en la cocina cuando María Teresa lo trajo del hospital. Al verlo, me abalancé sobre él para darle besitos y abrazos. Muchos, muchos. Intenté con todas mis fuerzas decirle que me alegraba de verlo, que es tan cariñoso conmigo. Quise en vano encontrar las palabras exactas para jurarle que estoy por creerme eso de que estamos casados más de 50 años… Fue imposible. Sólo logré gritarle: «¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está mi hija?». En fin, quizá me entendió porque todos nos fundimos en un interminable abrazo. Y le acaricié la cara.

Tomás dice que es mi marido

Tomás fue chófer. Conducía un camión cisterna de gas cuando las autovías en España sólo aparecían en los mapas de países extranjeros. Pero se pagaba bien el oficio. Luego estuvo en los autobuses. Siempre soñó con ahorrar unas perras para la vejez, para viajar conmigo como hacen sus amigos  jubilados con sus señoras. Y me cuenta que jamás pensó en la enfermedad. Parece que cada vez tiene menos ganas de andar. Y María Teresa le riñe. Es que Tomás tiene Parkinson, que tampoco sé qué es.

Tomás se marcha por las tardes con sus amigos a pasear. Cabizbajo. Luego vuelve, me acaricia y me cuenta que «todos se ríen y bromean con cualquier cosa pero yo no tengo ganas. Luego a luego, no me queda nada». María Teresa siempre le da ánimos. Esta chica, que a veces se sentía muy fría, se sorprende de la dulzura que destila su corazón. Le explica que una mujer cuyo nombre no recuerdo ya no sufre ningún dolor. Su enfermedad está muy avanzada. Y se pasa el día durmiendo como un bebé. «Es como si estuviese presa en su propio cuerpo», asegura. Tomás no quiere, no puede, entenderla. No le gusta hablar de esa misteriosa mujer. ¿Será la del espejo? A mí me da todo igual. Menos que deje de acariciarme. María Teresa no se creía capaz de darse de esa forma a los demás, de comprender que el poder, el dinero y el ser no dan la felicidad, de llegar a bendecir esta situación terrible en la medida en que le ha enseñado a disfrutar más intensamente la vida.

Pocas ayudas de la administración

María Teresa se marcha a su casa cada tarde. Yo también quisiera, si me dejaran, irme a la mía. Si supiera dónde está. Ella debe descansar. Como descansan, desde que no grito por las noches, esas mujeres que se asoman al cuarto. Dicen que son mis vecinas. «Guapa, bonica, princesa, buenos días». Cuando Tomás estuvo malico, ellas me cuidaban durante todo el día hasta que María Teresa llegaba rendida, la pobre, del hospital. Una me lavaba; otra me daba la comida mientras me explicaba: «Muchacha, tú eres María. Y en el pueblo te conocen como la Pastora». ¡Qué gente tan buena! María Teresa las quiere con locura. Esto sólo ocurre en los pueblos. No sabe cómo agradecerles tanto bien. A veces, les organiza meriendas. A mí me sacan también al patio aunque nunca recuerdo qué se celebra. Ni dónde coño está mi jarra. Al caer la tarde siempre aparece una mujer marroquí, que pasa las madrugadas conmigo. Vale. Luego, María Teresa me susurra que aprovecha para desconectar, salir a cenar con su marido y otras parejas amigas. El presupuesto familiar siempre se resiente. Y desde la Comunidad Autónoma no dan mucho dinero para quienes padecen una enfermedad llamada Alzheimer. Las españolas, encima, te exigen hasta noventa euros por cuidarte una noche. Como no se los damos, no viene. Las extranjeras sólo cobran veinte.
Después de todo, a veces siento que cuando contemplan mi mirada perdida, asustadiza por momentos, al acariciar mis manos yermas, descubren que aquí dentro, en este cuerpo consumido, se esconde una esposa y una madre que lucha por salir, por regresa, por abrazarlos. Y en los escasos momentos de lucidez, intento explicarlo, ordeno las palabras en mi mente y comienzo: «Guapa, bonica, princesa, buenos días».

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