Es posible condensar la Semana Santa murciana en solo dos palmos cuadrados de suelo, apenas el hueco que existe entre las benditas varas del Nazareno del Rescate cuando aguarda en San Juan su salida en procesión. Permanece el trono acurrucado en su capillita, según se entra a la derecha, en ese muelle santo y cofradiero desde el que partirá hacia el océano del Martes Santo, mientras un revuelo de túnicas moradas, verdes por la Esperanza, y una atmósfera de incienso inunda el templo.
Dos palmos cuadrados donde uno se sitúa para descubrir al cielo, para encontrar la mirada del Esclavo que anda preso. ¡Ay Rafael García-Villalba, que honor fue darle el toque de salida al Nazareno! Son cosas que en la retina se graban a fuego lento.
Murcia tiene una Semana Santa, particular y solo transferible del alma a la memoria nazarena, por cada cofrade que el Martes Santo cruza el Arco de San Juan, donde vivía el conde ilustrado, hasta la calle Correos. Y allí, en la soledad que imprime la tela sobre el rostro anónimo, retornarán los recuerdos de aquel niño que alborotaba en la Hermandad de Promesas, ese reguero de murcianos que improvisan cada año una procesión tras otra, convirtiéndose en auténtica presidencia oficial del cortejo del Rescate. Interminables filas de devotos de este Cristo que anduvo emparedado en tiempos de guerra y por eso tiene esa expresión abatida.
Suena la Marcha Real, porque Murcia en primavera venera a un Rey maniatado con la carita de pena. ¡Qué andar lleva ese trono que el aire murciano maneja! ¡Qué cadencia en el vaivén, qué hermandad más nazarena! Revienta la plaza de fieles y revientan las tabernas. Frente a La Parranda remota y su barra de leyenda, que basta acercarse a ella para descubrir la huerta. Y allí, en pleno epicentro, Miguel, el de La Pequeña. Que hasta María Santísima cuando pasea su belleza va mirando de reojo las verduras de su puerta. “¡Lo que es, es lo que es, aunque algunos no lo entiendan!”, exclama un cofrade antiguo, de los de vara señera. Y concluye el pueblo murciano que, en el ecuador de la Semana Santa, ya tiene algo de romano: “!Mire usted: Senatus Populusque Romanus… cervecitus cofradierus en La Pequeña indispensable est!”. Y llega la Madre de Dios con su grandeza de cera.
Tienes Esperanza hermosa el tronío de la huerta. Eres grande entre las grandes, por muy crecido que sea ese gran cabo de andas, Javi Iniesta, de familia nazarena. ¿Dime compadre cuántas veces lloras al empuñar la madera? ¿Dime qué es lo que sientes al admirar su belleza, tan cerca, tan pegadico a su mirada sincera? Esperanza, te queremos, tus labios besar quisiera, que no existe en el mundo otro honor, ni mayor honor hubiera, que seguirte en la Pasión por las calles nazarenas. Así que cuando caminas por esta Murcia terrena, brilla tu campo de velas como luminaria eterna. “¡Mamá, que guapa la Virgen!”, dice un niño en la carrera. Pero la madre se calla, porque la ahoga la pena. Que junto a esta Esperanza caminó siempre la abuela. Y aún cuando no podía ya ni andar suplicaba, por clemencia: “¡Acercarme a la ventana, que por última vez la vea!”.
El Rescate va pasando por la ciudad nazarena. Dos niños inciensan las calles mientras truenan las trompetas. Será luego, al regresar, cuando la plaza se cierre de gentes que van clamando por ver su entrada señera. Ahora todo está cumplido, Martes Santo de leyenda. Suena la Marcha Real, porque Murcia en primavera venera a un Rey maniatado con la carita de pena.