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«Hermano cerdo, yo te bautizo Sardina»

 

Dar cuenta de un socorrido arroz caldoso, con sus tropezones de pollo humilde y de recatado apio, fue durante los viernes de Cuaresma murcianos un pecado inconfesable. Por eso algunos preferían observar la abstinencia de carne, pero a golpe de ostras del Cantábrico, bacalao de Escocia y langosta a la francesa. Y mientras las tiendas atesoraban tan espléndidos manjares, al alcance de unos pocos privilegiados, los vecinos del común se debatían entre las acelgas y las espinacas. Si es que podían pagarlas.

Estos días de abstinencia era un tiempo propicio para aquellos comerciantes que anunciaban en los diarios ofertas especiales. Era el caso de la tienda de Antonio Garro y sus «géneros de cuaresma a mitad de precio». Allí podían adquirirse, entre otras viandas, bacalao de Escocia e inglés, huevos de mujol, piñas y cocos. Entre el surtido de quesos se encontraba el de bola, gruyer, manchego, mahonés, roquefort y de toro. Sin olvidar el rico surtido de pescados y mariscos: atún, bonito, corbina, besugo, langosta, langostinos, salmón o las socorridas sardinas.

La pastelería Bonache ofrecía, por otro lado, las empanadas madrileñas, cuyo precio variaba entre uno y tres reales, y las empanadas valencianas, de atún, pimiento y tomate. De sabroso postre, andaban en oferta las monas rellenas de crema «con huevo clase extra».

Para aquellos que no observaran penitencias ni sermones, la ciudad ofrecía otros placeres culinarios más ocultos. Incluso, proscritos, como el caso del alcohol ilegal que despachaba un individuo conocido como El Potage, a quien en plena Semana Santa de 1903 le decomisaron 15 bombonas del líquido prohibido.

A mediados del siglo XIX, los grandes comercios continuaban pugnando por atraer a su más devota clientela, promoviendo incluso curiosas campañas de venta cuaresmales. La Choricería Extremeña recibía su «gran surtido en conservas vegetales y pescados de varias clases» para iniciar la venta «desde el próximo Miércoles de Ceniza y durante toda la cuaresma».

Suben los precios

Los propietarios anunciaban las afamadas judías del Barco, Pinet y del país, los arroces y los azúcares, junto a «todo lo necesario para las próximas vigilias». Pero sin olvidar el recordatorio, como recogía ‘La Paz de Murcia’ en 1889, de la venta de salchichón de Vich «y cuanto abrazan los ramos de ultramarinos y salchichería». Algún lector del ‘Diario de Murcia’ recordó por aquellos años la increíble costumbre observaba en Francia y que consistía en bautizar a los cerdos con nombres de pescados, para así comerlos sin remordimientos.

Pese a tanta cacareada oferta, muchos tenderos aprovechaban para subir los precios de los alimentos más demandados esos días. Así ocurrió en 1891, cuando algunas hortalizas y verduras se convirtieron casi en artículos de lujo. «En esta plaza no hay nada barato -clamaría Martínez Tornel en su ‘Diario de Murcia’-. Hasta las acelgas y las lechugas, que no valen nada porque se han helado, están caras».

Ni siquiera los pobres podían beber para olvidar. Porque el «vino ordinario», esto es, el de mesa, costaba aquel año 34 reales por arroba, cuando en Jumilla valía la tercera parte de esa cantidad. Intermediarios, por lo leído, siempre hubo. Así que Martínez Tornel se asombraba de que algunos establecimientos anunciaran «perdices a lo Marengo, exquisito queso de Camembert o lomo en crudo confeccionado», mientras las clases humildes se preguntaban: «¿A cómo costará eso?».

Refiere Díaz Cassou, en su Pasionaria Murciana, que durante años se discutió si el ayuno debía reducirse a una comida ligera al mediodía y una pequeña colación antes de dormir. El autor establecía que la rutina cuaresmal obligaba «al hombre de buena conducta» a no comer nada en la mañana y asistir a misa; comida de vigilia a las doce; «sermón, si lo había», a la tarde; ejercicios espirituales al entrar la noche y, ya en casa, «rosario, pasos u otra práctica religiosa en la velada, a domicilio».

Tan extenuante penitencia, ya en tiempos de Díaz Cassou [año 1892] y como parece lógico, se consideraba una práctica antigua y en desuso. Hasta el extremo de que el escritor, con cierta sorna, cuando le preguntaban «en qué se conoce ahora la Cuaresma», respondía: «En el almanaque». Tampoco faltaron en la prensa galeradas contra el llamado «potaje maldito», tan denostado como socorrido en aquellos tiempos. O los debates en torno a las bulas.

La Santa Nómina

La revista ‘La Juventud Literaria’ publicó en 1894 las quejas de un articulista que, en verso, describía el menú cuaresmal de su «señora perpetua». «El lunes por la mañana -escribía el autor- sardinas en vinagreta (que quiere decir asadas con vinagre y con pimienta). Por la tarde (al medio día) habichuelas con acelgas (o lo que es igual, potaje, de acelgas con habichuelas) y por la noche sardinas (el que no quiera no cena)». Y añadía el apesadumbrado marido: «Se bebe muy poco vino, agua toda la quieran».

Agua era la que bebían a espuertas las jóvenes que querían afinar su silueta ante el próximo verano. Porque la moda de las dietas tampoco es un invento de estos tiempos. ‘La Paz de Murcia’, en 1894, señalaba que la llegada de la cuaresma y sus ayunos eran bien recibida por «esa interminable serie de niñas anémicas que supeditan el estómago a los lazos, plumas y demás perifollos».

El rotativo también enumeraba otros firmes defensores de la vigilia, entre quienes se encontraban «ese enjambre de maestros de escuela» que aguardaban con impaciencia su «Santa Nómina» y aquellos que, ante su penosa situación económica, jamás invitarían a sus amigos a comer en casa «por temor al eterno ¡qué dirán!». Lo de siempre.

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