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Erase una vez Murcia

Erase una vez una ciudad tan mágica que la belleza de sus jóvenes ni la muerte marchitaba, los hombres lucían curiosas vestimentas y entre el atardecer y las estrellas apenas mediaba un segundo. Así permaneció remota y bella hasta que cierta mañana el sol, prendado de la belleza de aquel vergel, intentó abrazarlo y lo derritió.
De esta guisa literaria quizá hubiera planteado el escritor Hans Christian Andersen su descripción de Murcia. El autor de El Patito Feo visitó España en 1862, concretamente del 4 de septiembre al 23 de diciembre.
¿Qué días estuvo Andersen en Murcia? Los investigadores señalan que el escritor llegó unas 3 semanas después de comenzar su viaje. Para precisar más podemos recurrir a los diarios del propio autor, en cuyas páginas nos revela la fecha exacta. Así, Andersen abandonó Alicante el 23 de septiembre y visitó Elche y Orihuela hasta recalar en Murcia. El diario señala que se hospedó en la ciudad entre el martes día 23 y el viernes día 26 de septiembre, cuando partió hacia Cartagena.

En busca de los gitanos
El célebre viajero, junto a su compañero y mecenas Jonas Collin, aguardaba encontrar tres cosas en la remota Murcia, “la cual nos habían escrito como una ciudad de lo más interesante”. Pero no era su Catedral, cuya torre incluso obvió en su posterior libro sobre el viaje. Ni los Salzillos. El escritor quería contemplar “vestigios árabes”, que los había, los atuendos “más pintorescos de España” y los gitanos. Pero antes hallaría la sofocante calorina de un septiembre murciano.
“Íbamos jadeantes, suspirando por unas gotas de agua”, recordará más tarde Andersen, quien había desechado embarcarse desde Alicante a Málaga. “El viaje en una típica diligencia española era algo que también había que probar”, justificó su decisión. Bien la padecería, por el calor que sufrió en aquel “estrecho y tambaleante carromato, una lata de sardinas”.
La falta de infraestructuras en la región, evidente para los murcianos de épocas posteriores, no le pasó desapercibida al escritor. Durante el trayecto contempló que dos centenares de obreros trabajaban a destajo en los caminos para transformarlos en carreteras y en la ferrovía. Andersen recordará que Murcia se preparaba para recibir a la Reina Isabel II “y las autoridades tenían el afán de mostrar” la buena calidad de las vías de comunicación. “Nosotros, pobres infelices –continuará el escritor- supimos su verdadero estado”.
Un oasis de belleza
Aquella carretera, “olvidada por los dioses y las autoridades, condujo al viajero a “un paisaje edénico, verdadero oasis de belleza”: La gracia de los granados, “con sus frutos color de fuego reluciendo entre la oscura fronda”, el amarillo pálido de los limones, los “deslumbrantes” pimientos al sol, las piteras “altas como árboles” o las descomunales chumberas, “repletas de carnoso fruto color dorado rojizo”.
Andersen añadiría a su descripción del paisaje, un tanto superficial y nada poética, los efectos de la “irrigación artificial de los campos, conduciendo a ellos el agua de los ríos a través de acequias”. Los efectos de estas obras permitían “una feracísima vega; vides, maíz, judías y tomates crecen entre las moreras y los granados”.

Ortopedista en braguería
Andersen se hospedó en la posada del Malecón, aunque le disgustó la suciedad del establecimiento y decidió trasladarse a la fonda de Juan de la Cruz, que así se conocía esta pensión ubicada en la plaza de San Leandro, después renombrada de los Apóstoles. El diario La Paz de Murcia nos dará noticia del local cuando allí se hospedó el “acreditado ortopedista en braguería don Juan Fontdevila”, quien garantizaba una “segura y pronta curación para la quebraduras”.
El escritor se deshizo en halagos hacia la espléndida gastronomía murciana, casi tantos como críticas dedicó a la Catedral, que consideraba una “mezquita turca en su origen” y después de calificarla como “magnífica”. La descripción de la portada erizaría al más lerdo historiador. Porque Andersen se mostró inflexible: “Resulta sobrecargada con tanto bajorrelieve y tanta tracería; las agobiantes estatuas entorpecen la entrada”.

Una delicia respirar
Otra de las sorpresas para el escritor fue la rapidez con que cae la tarde por estas latitudes. El atardecer fue “como una transformación; por un instante se incendiaron las nubes, de súbito se apagaron, brotaron las estrellas y en la plaza se hizo la oscuridad”. Espléndido escenario que al autor de La Sirenita, como antecedente de aquella célebre exclamación de Jorge Guillén, le animará a escribir: “Era una delicia vivir y respirar”.
Buscaba Andersen un arrabal gitano y no lo encontró, pues “gitanos y payos habían empezado a casarse entre sí. El progreso avanzaba a costa del romanticismo”. Junto a diversas estampas de los lugareños, entre las que destaca su encuentro con una lozana muchacha, “un hermoso tipo de Murillo”, sorprende que describiera “la única procesión que vi en España”. Era, en realidad, el entierro de otra joven que, “cual bella imagen de cera, yacía en el interior cubierta de flores y con el diáfano cielo estrellado de Dios por palio”.

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