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En pie contra el Mal de Ulises

Para limpiar un retrete sin vomitar ecuatorianosse necesitan cinco padresnuestros. En Ecuador los llaman higiénicos; pero la mierda es similar. Como la inquietud de quien aguarda que el teléfono atrone la casa. Como la angustia que sentía Merci Rosana. Arrodillada frente a la taza, tapizando de lágrimas el suelo, repetía casi enloquecida:  «¡Limpia, limpia, limpia!», mientras le ardían aquellas manos de ejecutiva que un día manejaron cientos de informes en un remoto Ministerio de Sanidad. Pasaban las horas. «¡Limpia, limpia, limpia!».

Quebrado ya el ánimo, sospechaba que el sumidero se tragaría su título de doctora en Psicología Clínica. Pero era demasiado estrecho para engullir su dignidad. «¡Limpia, limpia, limpia!». Aferrada a los padresnuestros, a la Virgen del Cisne que se reflejaba en aquel pudridero. Cuando al fin veía relucir el retrete se iluminaba su rostro, le bullía el corazón y exclamaba: «¡Mil pesetas más!». No borraba su sonrisa ni la mirada atenta del señorito, un miserable que después de comprobar si quedaba porquería, hasta en las juntas de los azulejos, la sentaba a la mesa con la familia.

Al borde del suicidio

Siempre ocurre. Pero nadie podría determinar cuándo se cuela en las maletas. Luego, a diez mil metros de altura adquiere consistencia, aprieta los escasos bultos que acarrean los inmigrantes. Y se hace tan pesada y evidente al llegar a Murcia que aplasta el ánimo de los más débiles. «Es la soledad, una soledad soporífera –lamenta Merci–, una añoranza que no alivia el cariño que ustedes nos dispensan acá. Y se toca fondo».

Merci, pese a sus extensos conocimientos de psicología clínica, materia en la que es doctora, sintió que retemblaban los cimientos de su historia, de una existencia que se le antojaba equivocada. Una injusticia. «Se me hizo todo una montaña de espinos y abrojos, por donde tenía que subir». Se deprimió. Sólo la sonrisa despreocupada de su hija Irina, de 10 años, evitó que se lanzara «por la ventana al vacío». Como Merci, miles de ecuatorianos, incluso aquellos que llegaron de las provincias más tórridas, sienten que el corazón se les hiela.

«Lo más desgarrador es que eres catalogado como la última rueda del coche», balbucea esta mujer. Como si olvidara que un día, en un lugar remoto llamado Ecuador, fue una de las responsables del Gobierno en cuestiones de salud mental infantil.

La soledad de quien añora el hogar

Tan ácida se torna la interpretación de sus existencias, que resulta indispensable para muchos extranjeros encontrar una válvula de escape. Para vivir. Por eso, hay quien bebe hasta caer rendido sobre la acera. No desean tanto embriagar su cuerpo cuanto sus almas. «Sólo así distraen el aislamiento y la humillación», balbucea Merci.

Cuando a la soledad absoluta se suma el sentimiento de fracaso, la incertidumbre de encontrar un empleo y hasta un trozo de pan, surge el llamado mal del inmigrante, una mezcla de depresión y agresividad. Es el mal de Ulises, el mítico personaje griego que en tierras lejanas añoraba regresar a su tierra.

El síndrome de Ulises afecta hoy a muchos inmigrantes ilegales o los que corren el riesgo de pasar a serlo. Según diversas estimaciones, alrededor del 2% de la población se encuentra en este estado en España, es decir, casi un millón de personas. Pero para muchos ecuatorianos ya no hay Ítaca a la que volver, porque vendieron sus hogares, y el canto de las sirenas, la letanía de recuerdos borrosos, brota endiablado de una botella de cerveza.

«¿De dónde saco ahora 600 euros?»

Los hermanos de Merci lograron esquivar las mafias. En parte. Sus tentáculos los atraparon cuando conocieron que era indispensable preparar lo que llaman la bolsa de viaje. Es la cantidad de dinero en efectivo que garantiza a las autoridades españolas que los ecuatorianos cumplirán su visado de turista; que no vienen a quedarse. Es una suerte de simulacro que ronda los dos mil dólares. Casi nueve millones de sucres al cambio. Merci pidió prestado el dinero, a regañadientes, «para devolver un 10% de intereses cada mes».

Otros vendieron o hipotecaron sus casas y sus tierras, como hizo Yanet, hermana de Merci. Pero Yanet, al menos, se jugaba la vida en el viaje. «Estaba muy malita de un trastorno en las glándulas suprarrenales. En Ecuador costaba el tratamiento 500 dólares por sesión». El salario base en aquel país, el llamado mínimo vital, no superaba en 1996 los 120 dólares.

Cinco horas después de llegar a Murcia, Yanet ingresaba en el hospital de La Arrixaca. En su país le pronosticaban tres meses de vida. Ahora limpia tres casas a la semana, arranca el polvo de tres hogares para sacar adelante el suyo. Pero hace un mes tuvo que regresar a Ecuador pues querían quitarle su otra vivienda, la auténtica. «Arreglé mal unos papeles. Se requiere mi presencia», advertía entonces tras reconocer que le faltaban 600 euros para el pasaje. No sabía de dónde sacarlos.

Un pueblo esquilmado por dictadores

En los páramos de la provincia ecuatoriana de Loja, entre tragos de alcohol barato, se habla a menudo de Murcia. Algunos, después de recibir las cartas arrugadas de quienes ya vendieron sus tierras para emigrar, dicen que los patronos murcianos son los únicos del mundo que te obligan a comer demasiado. En el barrio de San Andrés, cada fin de semana, a partir de las tres de la tarde, el único tema de conversación es Loja. A esa hora comienza un peculiar botelleo que a muchos tumba en las aceras hasta bien entrada la noche.

En Ecuador, a estas reuniones se les llama jorgas. Son la única diversión de un pueblo esquilmado por los dictadores más o menos respaldados por las urnas. A Merci no le gustan las jorgas. Tampoco a sus hermanas. Quizá por ello han prosperado. «Mi país ocupa el noveno puesto mundial en corrupción –revela–. En el 97 estuve allá y fue horrible. Hubo cuatro familias que se suicidaron colectivamente. Hay comida, hay agua, buena tierra; pero nadie puede explotarla». Merci, que trabaja en la Unión de Consumidores, recuerda los grandes almacenes de su país, los hoteles de hasta siete estrellas «donde el pueblo no puede acceder».

A veces recuerdan aquellas lejanas casas de tablas con techos de zinc, dispersadas en páramos fríos que podrían mantener a muchas familias si pudieran ararse, si los terratenientes olvidaran algún tractor en su imparable expolio económico y cultural. A algunos les viene a la mente la compañía bananera que García Márquez retratara en Cien años de soledad. Aquella generación literaria desgastó un siglo en el intento de perdurar. No lo lograron. Pero Merci parece convencida de que los suyos ya están en el camino adecuado. No ha sido fácil. Ni gratis.

Dormir en camas calientes

La abuela lloraba. Pero no porque el Alzheimer que padecía estuviera tan avanzado. Gemía al comprobar que sus hijos, aquellos por los que tenía los huesos quebrados de trabajar, ni la visitaban. Sólo un gris administrador le suministraba tranquilizantes. «Para que no de guerra», advertía el malnacido. Entonces apareció Mónica, otra de las hermanas de Merci. Emocionada, comenzó a curarle las heridas de la torpeza que impone la vejez. «Poco a poco –explica la joven–, la anciana, que era puro pellejo, comenzó a tener menos lagunas, comenzó a caminar un poco… Hasta que sonrió. Era una familia de dinero… Tan pobre que sólo tenían eso».

Mónica y sus hermanos, en cambio, tenían que hacer contusionismo para dormir. Diez personas en sólo tres camas. Dos de ellas, al menos, pasaban la noche en las casas que limpiaban. «El resto, por turnos», explica Merci, quien asegura desconocer que a esta costumbre se la denomina camas calientes: uno se levanta, otro se acuesta y las sábanas no llegan a enfriarse. Durante meses. «Eso sí, las mujercitas sacábamos al comedor el secador y el maquillaje mientras otros se duchaban. Como todos éramos familia nunca existió la mirada morbosa que puede tener un extraño», añade. Desde hace unos meses, los hermanos viven en casas distintas. Algunos, en el mismo edificio. Y, en la práctica, siguen conviviendo en las comidas, en los ratos de diversión y cuando comparten lágrimas.

Cuando el amor se quiebra

Aquel Ulises mítico se olvidó de su familia para comenzar una relación con Calispso y con la maga Circe. El amor lo sorprendió lejos de su hogar. Pero aunque algunos ecuatorianos padezcan en la distancia el mal al que el personaje da nombre, les sucede a la inversa. Son sus parejas, las que quedaron en Ecuador, quienes pronto encuentran recambio sentimental. Esto le ocurrió a Merci. «Estaba cansada de enviar dinero allá y que mi esposo hiciera flores. El hombre necesita refugiarse y resiste menos el deseo y la tentación. Esto tenía que terminarse». Y sucedió. Un año después de llegar a España se divorció.

No sería el último cambio que padecería. Al menos, el descubrimiento de lo que denominan la familia Dora fue un alivio. «Son la lava-dora, la seca-dora, la refrigera-dora». Las comidas, superada la sorpresa ante su primera paella y la estupefacción ante los michirones, es na asignatura pendiente. «Los guisos de conejo nos son más  familiares pues allá utilizamos el cuy». Las cobayas.

Aún retumban en la mente de Iovani, otro de los hermanos de Merci, los hervores del locro de sambo, una especie de sopa de choclo (maiz), fregol tierno y queso de vaca, el aroma del cilantro y la banana, la sopa de aguacate, la yuca y la torta de plátano verde, la socorrida papaya y el bacalao con hongos, exquisiteces que engalanan la mesa durante la algarabía del Festival de los Años Viejos, el día de Nochevieja cuando los hombres se disfrazan de viudas, se pregona en la plaza el testamento y arden los muñecos de serrín después de una golpiza de latigazos.

«Acá no tiene ustedes nada de eso –apunta Yanet–. Si hasta su léxico es diferente». Así, mientras en Murcia son las tres menos cuarto, para un ecuatoriano será un cuarto para las tres. Si un murciano se cabrea, a un ecuatoriano le dará una berraquera. Y cuando Monica asegura que «ya dejé limpiando la casa» no se refiere a que tenga asistenta sino a que ha terminado por fin de deshollinar su hogar.

San Andrés: plaza Grande de Quito

A Merci no la asustan los terremotos. En más de una ocasión, mientras su madre cultivaba verduras en el huerto de su lejano país, veía «saltar las piedras». Y es que ya lo advirtió, ni más ni menos, que Santa Teresita cuando sentenció, como recuerda Monica, que «Ecuador no se perderá por lo cataclismos sino por la administración de malos gobiernos». Hasta el extremo de que Merci considera indispensable que «sea España quien regule relaciones comerciales porque allá se tragan el dinero».

Cuando la tarde declina, el barrio de San Andrés se transforma en una postal improvisada de la plaza Grande de Quito. Cientos de ecuatorianos apresuran el paso hacia sus hogares, a veces también improvisados. Hierven las líneas telefónicas de los locutorios. Merci y alguno de sus hermanos vuelven a casa mientras, en una esquina, alguien desata una voz, una canción condensada en un murmullo. «Campiña de mi tierra risueña. Casita de mis padres, mi amor. Sino cruel, hoy en extraños lares bogo en el mar de la aflisión. Sino cruel, entre resias olas, bogando a solas va mi dolor».

Una llamada telefónica hace retemblar entonces los satélites antes de que suene entre ecos la voz metálica de la madre de Merci: «Ustedes son lo único que me queda… y tan lejos». Y Merci, asomada a la ventana de su piso, observando cómo repica la lluvia sobre el asfalto reseco, contiene la respiración y responde: «Madre, ¿ha salido el sol en Loja?».

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