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El zapatero Juan cargó al diablo ‘a coscaletas’

Al zapatero Juan se le consideraba un maestro del oficio. Pero con la misma soltura que componía suelas y hebillas daba cuenta del vino en las tabernas. No había francachela en Murcia, allá por el siglo XVIII, donde no descollara por su astucia en el dominó y su insaciable sed de tintorro. Y para disgusto de su mujer, de nombre Juana, quien el día de San Crispín, patrón del gremio, preparó la cena encomendándose al cielo para que su esposo llegara a tiempo de acompañarla a la mesa. No cayó esa breva.

El zapatero Juan entró a la casa, aunque rechazó cenar. El gremio lo había invitado a dar cuenta de unas cabezas de cordero asadas en la antigua Calle del Horno, cuando no la llamaban del Cabrito porque aún no había ocurrido esta increíble historia. La mujer intentó detenerlo y se produjo un forcejeo que la hizo caer al suelo. «¡Quédate con Dios, mujer!», se despidió entre risas el zapatero. A lo que ella replicó: «¡Y tú vete con el demonio!».

La velada, como era de esperar, se alargó tanto como las idas y venidas al barril de vino. Después de acompañar al último de los convidados, el zapatero Juan se dispuso a regresar a su hogar. La noche era tan oscura como el presentimiento del maestro, quien temía el encuentro con su esposa al llegar a casa.

En esas cavilaciones andaba cuando descubrió, a ras de suelo, dos misteriosos ojos amarillos y encendidos a unos metros de él. Creyendo que era un gato, le lanzó unas piedras para espantarlo. «No sea que me arañe. ¡Solo faltaba que mi Juana se piense otra cosa!».

La plaza de los Apóstoles estaba desierta y cierta llovizna le impedía ver con claridad. El reloj de la Catedral anunció las tres de la mañana, la hora en la que el diablo recorre el mundo. Las piedras erraron su objetivo. Juan comprobó espantado que el gato avanzaba de espaldas si él andaba y quedaba inmóvil cuando se detenía. «¡Lo que hace el vino!», intentó tranquilizarse el zapatero.

Unos metros más allá, de nuevo en la calle del Horno, advirtió que algo ronroneaba bajo sus pies. Parecía el gato. Cierto alivio debió sentir porque se atrevió a acariciar al animal, que resultó ser un cabrito. La lluvia cesó dejando las calles cubiertas de charcos, como improvisados espejos sobre el suelo.

El zapatero apartó al cabrito e intentó aligerar el paso. «¿A quién se le habrá extraviado este bicho?», se preguntó. Tampoco era su principal preocupación. Cuanto más tarde llegara a su casa peor encontraría a Juana. Sin embargo, el animal insistía en seguirlo y volvía a cruzarse en su camino una y otra vez.

El zapatero Juan resistió la tentación de quedarse el cabrito que, si a esas horas andaba perdido, bien podría ser que no tuviera dueño. Y si acaso lo tenía, más conveniente parecía regresar a su hogar borracho y con algún regalo para Juana que ebrio como un pellejo y con las manos vacías. Así que no dudó en echarse el cabrito sobre los hombros y seguir su camino. «¡Animalico, vente conmigo que yo he de cuidarte!». Las nubes dejaron paso a una luna enorme, un inmenso agujero blanco en la cúpula oscura de la madrugada.

Un susto de muerte

Fue en el callejón del Horno donde el zapatero Juan sintió que el animal se volvía más pesado a cada paso. Al principio, lo atribuyó al vino y a la edad, por ese orden. Hasta que no aguantó más y el peso lo hizo inclinarse hacia adelante, sobre el charco que atravesaba. Allí, entre las ondas que sus pies producían, vio reflejado en el agua la silueta de un hombre vestido de negro, de cara monstruosa y en cuya frente crecían dos cuernos. Y fue allí también, a la puerta del horno, donde encontraron al zapatero Juan a la mañana siguiente.

El demonio no se llevó al buen borrachín; pero la anécdota pronto recorrió la ciudad, repetida entre advertencias desde los púlpitos y celebrada en las juergas nocturnas, a las que nunca más se supo que asistiera el zapatero. Y tan célebre llegó a ser el suceso en la capital que pronto se renombró Callejón del Cabrito a aquella vía. Así consta en documentos de 1760. Más tarde llamarían a la calle Polo de Medina. Cierto día, en el transcurso de unas excavaciones, se halló un antiguo cementerio árabe. Justo donde el zapatero fue a rodar con el demonio a su espalda.

 

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