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El Amparo tras la ventana

No te habrás creído, nazareno de tardes remotas en el Amparo, que nadie te ha visto. Y mira que lo has intentado. Allí arriba, en la ventana de tu balcón, tan pegado al cristal como los relieves de piedra que adornan la fachada de San Nicolás. La cortina ocultaba, aunque solo a ratos, tu cara. El ganchillo recortaba tu expresión en diminutos cuadraditos blancos.

Te acordaste entonces, claro, de las antiguas enaguas, aquellas que el almidón permitía que se mantuvieran de pie y rectas como dos guardias civiles. La ventana retemblaba al paso de los tambores sordos de tela azul. La procesión salía a su hora. Así que las siete en punto de la tarde eran para ti, viejo estante del Gran Poder, siete puñaladas.

Yo sé que te ocultabas para que no te vieran llorar igual que gimotean esos niños que confunden a los nazarenos con brujas malas. Al paso del Ángel de Roses aún aguantabas el aliento. Porque tú, nazareno viejo del Amparo, aunque lo niegues en público, siempre fuiste más del Crucificado.

Pero con la Sagrada Flagelación de Hernández Navarro se te atragantaba la emoción como aquellos crujientes pasteles de carne que merendabas, sin cerveza pues apenas eras un chiquillo, cada tarde de Viernes de Dolores. “Hoy es vigilia –advertía la abuela-. Así que solo agua”. Agua y pasteles, que Murcia tiene una bula para aguardar la procesión a golpe de pastel.

Agua también de tormenta. El cielo de primavera murciano, siempre imprevisible y envidioso en estos días, sin haber sacado contraseña se presentó de repente en el Amparo, como un inspector de Hacienda, en forma de aguacero de gotas como monedas de dos euros. Y todas las nubes del cielo parecieron desplomarse sobre el cortejo.

Todavía agazapado en tu atalaya pasaba el tercer paso del desfile.  Jesús, sobre la tarima que crujía a cada vaivén, daba la espalda a Pilatos, el de la cara de mala leche, el pobre, y al Mulato. Jesús les daba la espalda porque era a ti a quien miraba. O acaso era a las nubes, para conjurarlas. O eso se te antojó. “¿Dónde anda el abuelo?”, escuchaste a tu nieto preguntando por el pasillo. “Hace un rato que se fue a la cama”, le respondieron. Y tú, con una sonrisa de rabia, callabas. En la calle, otros preguntaban cómo iba la procesión bajo la repentina lluvia: “¿Dónde está la Dolorosa?”, se escuchaba entre las sillas. “La han metido al Palacio Episcopal”, decían.

Garita de tu pena

Desde el balcón, en aquella improvisada garita de tu pena, descubriste que el Gran Poder, el de Bussy, el de la prensa y los toreros, el que imaginara en 1693, el paso de tu alma nazarena, se acercaba con cadencia cofrade de tarima centenaria. A su hora, a las ocho en punto, clavado el trono en lo alto de la Gran Vía. “Así, despacio, a la izquierda”, susurrabas. Abajo, otro estante ataba otra almohadilla en la madera. La tuya, la que fue de tu padre, esa que acarició el trono durante tantos años, reposaba inquieta sobre el armario, hacia donde desviaste un instante tu mirada.

El cortejo del Amparo avanza entre una algarabía de carros bocina, de humedad sobre el asfalto, de incienso y de marchas, como la de Cebrián, de túnicas y manolas enlutadas. Tú, nazareno del Amparo que te negaste a bajar a la calle, te encuentras con tu primera procesión desde el otro lado, más allá de las sillas, a resguardo de la tormenta.

Tú, que jamás viste salir de la parroquia el paso del Encuentro Camino del Calvario, porque iba detrás del tuyo, lo ves perderse entre vaivenes medidos por Frenería. Y también el viento mece las nuevas cruces que algunos penitentes cargan. Porque Murcia amaneció nublada y terminó pasada por agua. “¿Y eso es una novedad en Semana Santa?”, piensas.

En esta tarde de oscuros nubarrones, también por vez primera, observas el revuelo de murcianos a lo largo de la carrera, el trasiego de los gitanos que se disputan el cobro de los asientos, el paso de los carromatos de globos y chucherías, las loteras que anuncian la Niña Bonita, los paraguas abiertos de los más previsores, los guardias municipales en los cruces, los peatones inquietos y los inquietos zagales que, con la galanura del San Juan de Henarejos, tontean con las mozas. Y la luna entre las nubes, que a esta siempre alzabas tu mirada mientras, arqueado el torso, metías el hombro con fuerza, hasta que la madera te acariciaba el corazón. ¡Qué años aquellos, nazareno que hoy ocultas tu vejez tras los visillos para que nadie te vea llorar!

Al paso la Virgen de los Dolores, cuando retorna de su obligada visita al obispo, de la que cuentan que talló Salzillo, casi te asomas al balcón. Escampada en la ciudad. Acaso querías ver el cielo claro que se reflejaba en tus cristales. Fue apenas un instante, suficiente para sentir también en tu pecho ese puñal que parte cada noche de Viernes el corazón de María Santísima. Primera Dolorosa de nuestra Semana Santa, coronada de estrellas y homenaje eterno a la mujer murciana. Aunque implora con sus manos al cielo parece que camina pidiendo, por caridad, un caramelo.

Cortina de penitencia

Siempre fuiste un despistado, estante viejo del Amparo. Por eso ni cuenta te has dado de que junto a ti, también amparada en tu cortina de penitencia, te acompaña la abuela, esa madre y esposa nazarena. Y el nieto. Y los hijos que no se atreven a distraerte porque el Crucificado se acerca. Este año, porque la edad no perdona, no llevaste a la familia a la carrera. Tarima de plata corlada, de oro las cantoneras, paño de pureza al viento y rosas que por la cruz trepan.

No querías que nadie te viera. Pero al paso del Cristo del Amparo, cuando ya se adivinan los carritos de los barrenderos más allá de la presidencia, con sus curas revestidos y sus concejales, te decides a abrir la ventana. Y sales al balcón, acaso por vez primera en tu vida. Y vuelves a mirar la luna mientras tu procesión se aleja. Es entonces cuando comprendes que el desfile, como la vida, pasa y nos queda en el alma la experiencia vivida. Y ya no te importa llorar cuando tu nieto se acerca y te pregunta: “Agüelo, ¿Me regalas tu almohadilla?”.

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