Don José y doña Trinidad sorprendieron a los invitados de su boda con una tarta para diabéticos. Y no hubo aquella tarde en Cartagena parranda más memorable para los reumáticos con sus andadores de aluminio, los titiriteros de la orquestina que pagaron los Servicios Sociales, los asmáticos aferrados a la atmósfera cautiva en botellitas azules, algunos cojos que cimbreaban sobre bastones con cabezas de perros talladas en madera, los abuelos cautelosos por el hilo de luz de sus ojos, otros desorientados y presos de ecos distantes en los oídos, el cocinero Tomás, las ancianas de mirada ausente del Alzheimer, la rondalla centenaria de la residencia Fuente Cubas y su directora del alma, Manola, junto a un aluvión de asistentas que aliviaban las embestidas de la bronquitis con caramelos de anís. José Nicolás, 76 años, y Trinidad Álvarez, 78 años, pronunciaban el segundo sí quiero de sus vidas. Sin que les temblara la dentadura postiza.
Don José, aunque doña Trinidad se lo pidiera en cruz, aún cuando venciera su artritis para agacharse, no contaría por ella la arena del mar. Ni loco. Eso lleva demasiado tiempo. Y tampoco juraría su amor con la mano sobre el Evangelio. Es ateo. Nunca mataría en un arrebato de pasión pues cualquiera podría tumbarlo de un soplido. Pero don José, porque el querer verdadero es inconsciente, se adentra en la selva de la ciudad para comprar las medicinas que a doña Trinidad le alivian el estómago. El amor les sorprendió, como a los chiquillos que hormiguean en un instituto cercano, igual que a otros muchos ancianos vence el sueño en un banco al sol, cuando comenzaba a retumbar en su mente esa exclamación horrible que muchos entonan en las residencias: «¡Yo, ya…!».
¡Qué poco importa el sexo!
Es el suyo un sentimiento que no sólo anhela la piel, una tormenta cuando el invierno asalta el cabello mientras una legión de hormigas invisibles y desbocadas, hambrientas de huesos añejos, recorren todas las articulaciones. Más que la atracción sexual, fue el cariño de la compañía, la victoria contra la soledad, lo que hizo florecer la relación. El sexo se reduce a pasadas con el ungüento para el reúma. «A esta edad, hijo mío, decir un ¡ay! compartido es más valioso que decirlo sola», puntualiza, algo picarona, Trinidad.
La viuda Trinidad Álvarez acudió una tarde al hogar del pensionista, un edificio de amplios ventanales, como la brisa que acercaba el mar, donde aún hoy se refleja y rebota un sol marinero. Trinidad ya intuía que, después de 35 largos años de matrimonio, se había quedado sola. Para siempre. Nunca pensó que algún día lamentaría no tener hijos. Por eso intentaba ahogar la melancolía jugando al parchís, distraído el tedio de la calorina entre las escurridizas fichas del juego, lo único que en «esta vida conservaba su color».
Unas mujeres jugaban en silencio, como se mantendría bajo tierra por la eternidad su marido muerto, a las cartas. Entonces escuchó una música en el piso de arriba, un soniquete que le hizo recordar su pasión por el baile y aquellas madrugadas de locura en la discoteca Olympia. Era un tango. Era José quien lo interpretaba, también un tanto abatido, con su guitarra.
«Y subí corriendo porque el corazón me dio un vuelco», susurra esta mujer de peinado impecable, maquillaje milimétrico y uñas de actriz. Entretanto, José seguía punteando escalas y arpegios, recordando aquellos tiempos de emigrante en Barcelona, Francia, Bélgica, tan lejos de la huerta de Murcia donde nació, su antiguo oficio de mecánico, el divorcio de su mujer, la ausencia de descendencia, el regreso en la vejez a la tierra de sus padres…
Tan ensimismado andaba ordenando sus intensos años que, cuando Trinidad apareció ante sus ojos, cesó la voz imaginaria de Gardel, calló la guitarra, se hizo el silencio… «Pero mira, nene, no hubo impacto. Nada.», se apresura a aclarar José. Y ella, como si defendiera su honor, añade entre risas: «¡Menos me interesó a mí!». Pero intercambiaron, cuentan que sin maldad, sus números de teléfono.
Un flechazo con artritis
Unos días después, el timbre metálico del teléfono de Trinidad atronó en la casa poblada sólo de fotografías y recuerdos. José, con un tono plano y desinteresado, la invitaba a comer arroz en Los Nietos. Fue la primera cita que le proponían en varias décadas. Ella cometió una locura. «Como estaba tan sola, acepté», confiesa antes de estallar en una carcajada y añadir que «pero sola y munda, hasta había vendido mi Seat 127, que me llevaba a todos sitios». «Alguna idea sí que llevaba yo», confiesa él.
A partir de entonces, las visitas se sucedieron, como las atenciones, y el roce hizo florecer las telarañas que ya atenazaban sus existencias. Fue un flechazo, lento como los efectos del colesterol, pausado como el primer beso frente al mar. Ella se enamoró de las manos de José, «tan finas y cuidadas. Al menos, hasta que la artrosis las deformó». Ahora intenta en vano que la acompañe a misa. Él, en cambio, gruñe por levantarse los domingos temprano, cuando Trinidad dormita hasta bien entrada la mañana.
Cuando Trinidad consiguió ingresar en la residencia Fuente Cubas, en Cartagena, la pareja enfrentó la prueba de fuego de un amor sólido, que ya despertaba envidias y chismes entre las más ancianas del barrio. Ella, porque tenía problemas para mantener su antigua casa, no podía renunciar a la plaza; pero José no cumplía los requisitos mínimos para acompañarla. Los novios, sea de la edad que sean, no pueden compartir las habitaciones de un centro público. Comenzó el calvario. De despacho en despacho, formulario tras petición, Trinidad insistió en que las noches sin José se hacían tan eternas como el insomnio, que el cuarto parecía desgranarse en las siestas y «no había en el cielo estrellas para entretener el aburrimiento».
Una carta para el rey
Desde el tercer piso de la residencia, mientras las salamandras esquivaban a las chicharras en los pinos de un jardín sin escalones, esta mujer de verbo y voluntad acelerados decidió escribir una carta, la última antes de exclamar, como las abuelas que aguardan en vano la visita de sus hijos, ¡yo, ya…! En ella relató la historia de un cariño apretado, «la pena tan grande que tenía» y la necesidad de que José, «por lo que valga, mire usted, se venga a vivir conmigo».
La carta, como un reguero de pólvora, recorrió cientos de kilómetros hasta alcanzar el buzón de su destinatario. «El mismísimo Rey de España», sentencia mientras busca la misiva de contestación, tan formal como imprecisa, sin firma, que recibió de un funcionario anónimo de la Casa Real.
El noviazgo continuó hasta que José, cansado de esperar su ingreso, rompió la relación. Sin llantos, cartas de despedida ni escenitas. Trinidad, cuando lo observaba galanteando con otras abuelas ochentonas en los bailes, tampoco se abandonó en los celos. «Sabía que iba a volver –asegura convencida–. Era cuestión de tiempo». Exactamente, un mes.
El retorno no fue más emocionante que la despedida. Cuando Trinidad entretenía la siesta haciendo calcetas, volvió a sonar el teléfono, lo descolgó y escuchó a José que, otra vez impávido, le decía: «He vuelto». Sobraban, como los años, las explicaciones. «Pues sube», respondió Trinidad. Y siguió embelesada con los moldes de la costura. Quiso el destino que, sólo tres semanas después, ambos compartieran cama bajo el mismo techo. O camas, ya que coinciden en señalar que «separados se duerme mejor, anchos, sin estorbos».
La decisión de casarse surgió de forma espontánea, casi coincidieron en pedírselo mutuamente. A José le palpitaban las arrugas de sus manos cuando estrechó las de Trinidad. Se emocionaron como quinceañeros. Él le confesó que nada en este mundo, ni siquiera su pensión, podría llenar el vacío de una negativa. Ella reconoció que, a su lado, no temía a la muerte. Aunque le horrorizara el dolor. Y hubo revuelo entre los sobrinos, quienes no se opusieron a que la tita Trini y el chache José aumentaran la familia.
Contar los días por segundos
José Nicolás colecciona fechas. Hasta ahora, sólo ha logrado reunir tres. El día de su nacimiento, el de Trinidad y el día de la boda. No tiene prisa, aunque en la residencia Fuente Cubas vuela el tiempo. Se cuentan los días por segundos. A veces, por dolores. Cada amanecer es una victoria. Para algunos residentes, un milagro. Por eso, José exprime las horas de la mañana tomando clases de informática. Junto al monitor aprendió a confeccionar archivos, donde escribe sus fechas memorables, «y luego las guardo por ahí», explica para referirse a una carpeta del disco duro. Entretanto, Trinidad apura el alba debajo de las sábanas. No es por pereza. Es porque acostumbra a hacer calcetas de ganchillo cuando su marido se acuesta. «Y me vuelvo loca viendo los documentales de la Segunda», apostilla.
No hay en el día instante más apacible que durante los paseos a media tarde, agarrados de la mano bajo los pinos, en el jardín de la residencia. A veces se ruborizan cuando los adolescentes del instituto los observan, entretenidos, al otro lado de la verja. A veces recuerdan sus matrimonios anteriores y, de tanto en vez, reconocen que fueron felices en ellos. Casi tanto como ahora.
Cuando el sol declina sobre el horizonte cartagenero, aunque no pronuncian palabra alguna, clavadas sus pupilas descoloridas, los dos enumeran los vastos dominios invisibles de este amor. Y retumban hasta en el último segundo de tantos años vividos los masajes en las articulaciones, el despertar en cama caliente, los programas políticos a los que no votan, la pensión que se queda corta, la tentación de los dulces prohibidos, las estrellas y luceros entre cataratas, un guiño ronco durante la siesta, las unciones de ungüento en las rodillas, la compañía al atardecer, las empinadas escaleras de la entrada, el bochorno del asma en verano, la pastilla de la tensión, los besos de alcanfor, otro arroz en Los Nietos, las calcetas de ganchillo, la escarcha abrazada a los cristales, los acordes compartidos de la guitarra, las comidas sin sal, la conversación en el insomnio, las cartillas del banco compartidas, las cenas sin picante, la letra del coche nuevo, la sangre que se abre paso entre el colesterol y, al final, como si desafiaran al resto de residentes se atreven a gritar la exclamación oscura, la frase que tantos abuelos mascullan. Nosotros… ya… ¡podemos morir tranquilos!
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