Que no vería el entonces joven príncipe Alfonso, después Rey Sabio, en Muhammad ibn Ahmad al-Riquti (el de Ricote), que apenas hubo cruzado dos palabras con él ordenó que se abriera de inmediato una academia de Medicina, Matemáticas y Música bajo sus órdenes. Año 1243. Claro que por aquél tiempo, siendo Murcia capital del oriente musulmán español, abundaban sabios que hoy harían temblar más de una cátedra. Y, curiosamente, muchos emigraron.
De aquella época apenas queda el recuerdo del astrónomo y médico Ibn al Raqqum al-Mursi al-Tunisi, quien se trasladó a Túnez y luego a Granada, donde le impartió clase al mismísimo sultán. O el ciego de nacimiento Ibn Sidah al-Mursí, considerado el filólogo más relevante del siglo XI y que murió en Denia.
Otro ilustre emigrado fue Abu-l-Hasan-al-Qartayanni, fallecido en Túnez y cuyas composiciones poéticas sobre la tierra de sus ancestros deberían ser lectura obligada en los colegios murcianos. Baste mencionar al célebre Ibn Arabí como paradigma del murciano egregio y alejado.
Como destacó en su día el maestro Juan Torres Fontes, aunque fueron muchos los que abandonaron Murcia, el generoso patronazgo de Alfonso El Sabio supuso un potente reclamo para los castellanos y catalanes que buscaban deleitarse en el saber. Cristianos, moros y judíos, sin más diferencias intelectuales que superarse en conocimiento, hicieron florecer un panorama intelectual brillante.
Al-Riquti ofrecía en su escuela formación en diversas lenguas, entre las que se encontraban el árabe, hebreo, latín y romance. Allí acudían los sabios a aprender lecciones de Geometría, Aritmética, Música, Medicina y Lógica. Entretanto, según Torres Fontes, Alfonso X le apremiaba a convertirse al cristianismo, quizá lo que provocó su exilio a Granada, donde fue agasajado con las más altas distinciones.
Un obispo culto
Al otro lado de las creencias religiosas, no menos destacó el primer obispo de la restaurada Diócesis de Cartagena, fray Pedro Gallego, a quien llamar fraile menor franciscano, que lo era, apenas trasluce su auténtica capacidad intelectual.
Porque menor sería, pero no para impulsar el ansia de saber. Entretanto, a este prelado correspondió la tarea de consagrar la antigua mezquita como catedral dedicada a Santa María, tal y como se mantiene en la actualidad.
En 1924, un investigador descubrió los primeros manuscritos de este espléndido latinista, poeta, jurista y astrónomo, que suman 17 libros, en sendas bibliotecas de París y Roma. Uno de ellos es la traducción comentada y ampliada del ‘Tratado de los Animales’, de Aristóteles. El segundo, ‘El gobierno de la casa’. Además de colaborar en ‘Las Partidas’ y, con sus conocimientos de Astronomía, en una ‘Summa Astronomica’ que recopilaba las ideas de Tolomeo.
A partir de la segunda mitad del siglo XIII los dominicos también recalaron en la ciudad. Y lo hicieron para abrir un Studium Conventuale dedicado a la enseñanza del denominado Trivium: Artes, Gramática, Retórica, Lógica, Filosofía Moral y Natural. Tres décadas más tarde se ampliaría a las materias teológicas y a árabe y arameo.
No menos destacada, en este campo, fue la labor del dominico Ramón Martí, discípulo de San Alberto Magno en París y al que San Raimundo de Peñafort envió a Murcia para ilustrar a los infieles. O a intentarlo, vaya. De su obra ‘Capistrum judaerum’ diría Menéndez Pelayo que jamás “ninguno de los nacidos fuera de una sinagoga ha llegado a penetrar tan hondamente los arcanos de la ciencia talmúdica”.
Otro de los maestros que Murcia atesoró y cuya memoria se ha perdido fue Bernardo del Arábigo, a quien el Rey Sabio encomendó diversos tratados de Astronomía, como aquel que versa sobre el astrolabio inventado por Azarquiel.
La placeta de Jofré
Más suerte tuvo la memoria de Jofré de Loaysa, cuyo remoto nombre, o el de sus sucesores más bien, se mantiene en una placeta en el corazón de la ciudad, autor de una ‘Crónica de los Reyes de Castilla’ en romance, hoy perdida aunque conservada en su versión latina.
En la obra ‘Historia de la literatura murciana’, los catedráticos Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco suman al nombre de Pedro Gallego los de Jacobo de las Leyes y Maestre Nicolás, médico personal de Alfonso X y de quienes lo sucedieron, aunque más diplomático que físico, según los cronistas.
De Jacobo de las Leyes es conocida su labor en la redacción de las ‘Siete Partidas’ del Rey Sabio, redactadas en gran parte en Murcia y en las que también trabajo el obispo Gallego. O las ‘Flores del Derecho’, la primera vez que alguien se atrevía a escribir sobre cuestiones de leyes en castellano.
Cuarenta años vivió en Murcia y fue enterrado en la Catedral. Tenía capilla propia, bajo la antigua torre catedralicia, aunque acabó sepultado en una urna, al principio sin epitafio ni nombre, no fueran los murcianos del futuro a rendirle algún homenaje. O sirviera como ejemplo en una ciudad catedrática en desmemoria aplicada. Que esta disciplina sí que prendió siempre entre nosotros.
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